Eran las 05:55 de la tarde. Prevalecía
un aire enrarecido y asfixiante. Muy pronto, al avanzar y cruzar algunas
calles, me percaté que a lo lejos las llamas consumían la cúpula del alto
edificio del diario El Reformador. Mi
estómago dio un vuelco pero seguí
adelante convencido de que pronto quedaría sofocado.
Como autómata, en lugar de seguir mi acostumbrado camino enfilé hacia el
lugar del siniestro, movido por el seguro escenario de los bomberos y las
cámaras de televisión.
Conforme avancé y el edificio se me hacía menos distante descubrí con
sorpresa que un salón de fiestas que lo antecedía también era presa del fuego.
Lo más increíble era que no podía
tratarse de una extensión del incendio del periódico pues había de por
medio un par de cuadras. Por mi mente atravesó la idea de algún atentado pero
era poco probable pues mis oídos no habían registrado alguna explosión.
Lo que comenzó a conformar mi paisaje sonoro fue el incesante ulular de
las sirenas, era un concierto estremecedor en varios planos pues a la lejanía
esos artefactos no paraban de sonar.
A medida que avanzaba fui descubriendo un panorama nada reconfortante:
más llamas surgían en puntos distantes. Mi visión no advertía la ubicación
precisa de aquellos incendios pues una densa nube de humo me lo impedía.
El característico olor y el consecuente ataque de asma me impidió
avanzar más, aunque casi estaba al pie del salón donde una elegante mujer, a
pesar de su desesperación y resistencia, era convencida de abandonar la todavía
incólume planta baja.
Fue allí donde, de golpe, recibí un chorro de agua disparado por los
bomberos. Fue muy refrescante: advertí que no sólo sentía en mi cuerpo el calor
del incendio, sino que éste ya me acompañaba desde mi salida de la oficina. Era una
tarde singularmente calurosa.
Desde mi nueva posición adonde volteara advertía incendios. Me estremecí
al pensar en una catástrofe y me preocupé por los habitantes de esos edificios
y más por mis parientes y amigos.
Marqué por el celular a casa pero no había señal. Intenté con otros
números y el resultado fue el mismo. Las comunicaciones estaban interrumpidas.
Me sentí solo en medio del infierno.
Comencé a retirarme y a retomar mi camino original. Al internarme en la
colonia de mi trabajo tuve un leve alivio al ver de pie la mayoría de las casas
y construcciones, pero sólo la mayoría, porque de manera dispersa uno que otro
sitio también era presa de las llamas e inevitablemente se propagaría.
Retorné hasta mi centro laboral para advertir que se encontraba entero.
Reanudé mi camino, di la espalda a los incendios y torcí el rumbo en busca de
transporte colectivo. Pero, ¿cuál? Había sido suspendido.
Parte del caos era que apenas constataba la presencia de individuos igual
de azorados que yo. Estaba abstraído y el desesperado ir y venir de la gente no
me libraba de mi atolondramiento.
Al pasar por una tienda de muebles me detuve ante un televisor que
reproducía la desgracia.
Un prestigiado conductor de noticias aparecía en el lugar de
los hechos para narrarlos. No le di importancia a la perorata salvo cuando se
refirió a la probable explicación de los incendios: la temperatura rebasaba los
cincuenta grados esa tarde: el cambio climático nos había alcanzado y dejado huella.
Comenzó a anochecer. La distancia a mi hogar era enorme y el tránsito
peatonal estaba bloqueado. Sin transporte ni comunicación, deambulé abatido por
horas y acaso descansé unos minutos en la guarnición de un condominio en la
compañía de otro individuo con quien apenas crucé palabras de incredulidad y
más bien muchas miradas de incertidumbre.
El amanecer fue triste y sombrío: gente por doquier y en condiciones
similares a la mía, pero yo no le prestaba atención. Me sentía en una ciudad
desierta y abandonada.
Las incomunicación prevalecía. A pesar del sudor y apariencia, me dirigí
a la oficina. A
unos cuantos metros testifiqué que también se consumía. Quería convencerme que
todo era una pesadilla, pero era imposible trasladarme a otra realidad que no
fuera la misma.
Las horas avanzaban y al mediodía el calor ya era muy pesado. Tomé
conciencia de la angustia a mi alrededor. La gente luchaba por guarecerse del
sol y huir de los edificios. En el ambiente dominaba el pánico por la
proximidad de las horas más calurosas. Aún permanecían lánguidas llamas y
espeso humo alrededor pero, ¿se encendían nuevas construcciones?, ¿eran tan
endebles ante un fenómeno así?
Como hormigas íbamos de un lugar a otro sin dirección clara. No prestaba
atención al rescate de heridos más que a la hora de echar un nuevo vistazo a
algún televisor. La espectacularidad de las pantallas contrastaba con el
desolador panorama que me agobiaba y al extrañamiento de los míos que,
distantes, estaban verdaderamente ausentes.
Protección Civil activó una alarma que se atascó apenas rebasados los
treinta y cinco grados. Las patrullas por sus altavoces comenzaron a indicarnos
que nos dirigiéramos al Bosque de Anáhuac, el pulmón de la ciudad: sólo allí
encontraríamos el refugio indispensable.
Las filas de quienes encaminábamos nuestros pasos hacia el bosque se
convirtieron en turbas al salir la gente de sus casas y trabajos. Como si
estuviera predestinado, justo hacia las cuatro de la tarde comenzaron a
gestarse nuevos incendios, ahora ya no distantes sino por donde transitábamos.
Pese a los gritos y empujones seguía abstraído, ensimismado y, como
autómata, dejándome llevar por la corriente humana hacia el bosque que por más
extenso que fuera sería insuficiente albergar a toda la población.
Los siniestros parecían perseguirnos: el calor era inclemente. La alarma
que sonaba otra vez volvía a descomponerse al rebasar los 70 grados.
Desesperados nos lanzamos a las infectas agua del lago donde las lanchas que
otrora dieron esparcimiento, quedaron arrumbadas en un rincón. Poco nos
importaba ahogarnos o contraer algún mal estomacal o en la piel. Lo urgente era
mitigar un calor jamás sentido y alejarnos de las brasas que consumían los
alrededores del bosque y los primeros árboles del mismo.
Abatidos, nadie supimos de las horas
siguientes sino hasta el amanecer, cuando nos descubrimos casi desnudos en
medio del fango, con el agua totalmente evaporada. Al igual que los demás pero
otra vez ignorándolos, me incorporé y caminé entre resbalones hasta alcanzar el
ahora negro césped y tirarme entre una multitud esquelética y deshidratada.
(Imagen: Cuando sea tarde, óleo, Virginia Palomeque, Argentina) |
Al sentir los rayos del sol, me levanté asustado y entre la poca noción
que tenía emprendí el largo camino hacia mi hogar, entre autos, patrullas y
cuerpos calcinados, entre cenizas y ruinas de casas y edificios.
El
humo me impedía ver más allá de mi entorno, pero conforme me alejé de la ciudad
entre agotamiento y asma, ya a cierta altura, divisé la cordillera que la
rodeaba; parecía una olla que dejaba escapar el vapor o un lugar inhóspito
donde hubiera caído un meteorito.
Para entonces el calor amenazaba con aumentar y yo no tenía otro bosque
para protegerme ni próximo mi anhelado hogar.
D.R. © Teófilo Huerta, 2009
Cuento integrante del libro impreso La segunda muerte y otros cuentos, Plaza y Valdés, México, 2011
D.R. © Plaza y Valdés, 2011Reproducido con autorización de la editorial Plaza y Valdés.
Publicado en revista El Búho, julio de 2009 Leer en línea.
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