Sobre la mesa de madera lucía el enorme pastel que
Carmelita preparó afanosamente. Sus manos habían transfundido al postre sangre
de su corazón eternamente ligado a su bisabuelo. Sobre el pastel brillaban
tumultuosamente agolpadas las 115 velitas pacientemente colocadas por los
tataranietos.
Fermín, estupefacto, contempló la escena, mas su rostro no expresaba ni
un dejo de la felicidad agotada años atrás. Sus ojos cataratosos aún divisaban,
mecánicamente, sin la avidez con que en la infancia descubría su entorno,
rostros, figuras, paisajes; sin la curiosidad con que armaba rompecabezas,
admiraba canicas o delineaba contornos en una hoja de papel y carecía de la
sorpresa de verse reflejado en otros ojos; tampoco miraba con el morbo aprendido
para deleitarse con unos labios femeninos, unos senos o unas caderas; menos con
la pasión juvenil de capturar paseos, jardines, playas, fiestas, amores y
registros nemotécnicos; ya no con la emoción por atestiguar el nacimiento de
sus hijos, menos con la templanza adulta para conocer el entorno y valorar la
importancia de la vista. Ni
siquiera con la nostalgia de repasar viejas fotografías y examinar las
expresiones de sus descendientes. No, ya no: sus ojos opacos, casi estáticos,
eran meras cámaras para enfocar el momento y punto y aparte.
El entusiasmo de la parentela era patente, la atmósfera se llenaba de la
gritería de los niños, la plática y risas, los aplausos, los gritos y, por
supuesto, las desentonadas Mañanitas cantadas por todos. Fermín escuchó
sin la nitidez de antaño, sin distinguir los sonidos, como un escándalo de
bulto; escuchó sin perturbarse, sin emocionarse ni siquiera fastidiarse. No
escuchó con la sorpresa que le causó el movimiento digestivo y los retumbantes
latidos de su madre, ni con el susto de
su propio llanto o las primeras voces ininteligibles; tampoco con la paz que le
provocaban los arrullos, menos con el interés por captar los deletreos y las
agradables diferencias entre vocales y consonantes; tampoco con el interés que
le producía escuchar el nombre que le daba identidad; menos aún con la
desenfrenada pasión por un disco a alto volumen ni con la conmovedora y tersa
disposición para captar muy cerquita del oído un “te amo”, lejos también del
interés por el sonido de una ola que rompe o el silbido de un pájaro, el
ququiriquí madrugador del gallo, el
mugir de una vaca, el tañido de una campana en un apacible poblado; ni siquiera
con la excitación que le provocaba un jadeo ni la ternura que le despertaba el
incipiente llanto de un bebé; tristemente tampoco por la paz que le inspiraba
la declamación de un poema. No, ya no: sus oídos casi sordos ubicados en sus
cada vez más grandes orejas, eran meros radares para apenas orientarse y punto
y aparte.
Foto:Caras Ionut |
Un aroma de antojitos y buena comida, de aire fresco y cordial privaba
el ambiente. Fermín olió, sin la claridad de antes, solamente dejando penetrar
por su nariz los aires que le rodeaban; olió sin inmutarse, sin motivar su
apetito. No olió con la avidez con que lo hizo para localizar la leche materna
ni con la curiosidad para descubrir la esencia de un líquido, del corcho de una
botella, de su propia piel; tampoco lo hizo con la agradable sensación
producida por el aroma de una flor, una fruta, el ladrillo mojado, el pasto
cortado, la brisa del mar; menos por el apetito que le despertaba el vapor de
una suculenta sopa; no con la agradable sensación de disfrutar el aroma de una
mujer recién bañada o el sofisticado perfume ni con el natural deseo de
percibir otra piel y su sudor natural, menos con la perturbadora emoción de
aspirar el íntimo humor de su amada; ya ni con la mera necesidad de aspirar
para oxigenarse. No, ya no: su nariz le estorbaba. Simplemente era un órgano
para respirar y punto y aparte.
La fiesta era
alegre, los niños jugaban con la tierra y con los globos, las manos de los
adultos movían platos y cubiertos. Fermín recibió besos y abrazos al por mayor,
sin la disposición de cumpleaños pasados, dejándose nada más querer; él tocó
pieles y vestidos, platos y cubiertos, pero como un autómata. No tocó como se
aferró al seno de su madre, como le recorrió con las yemas de sus dedos el
rostro, como aprisionó la nariz de su padre, como descubrió las texturas de
sonajas y cobijas; tampoco como descubrió la redondez de las canicas y la
finura de la tierra; menos con el jugueteo de su pene y la habilidad de lanzar
un balón; ni siquiera con la atracción de sujetar un manubrio o volante;
tampoco fue con el confort producido por la arena seca y mojada de la playa o
la emoción de rasgar las cuerdas de una guitarra, ni con la timidez de un roce
de labios; menos con la seguridad al manejar una pluma o teclear; tampoco era
la ternura de una caricia sobre un cuerpo desnudo y su acompasamiento, ni acaso
con la firmeza de estrechar una mano amiga. No, ya no: sus manos arrugadas y
deformes ya no tocaban igual. Eran meras pinzas para sujetar lo inmediato y
punto y aparte.
Los comensales degustaron cada platillo hasta saciarse, saborearon el
pastel de Carmelita y ayudaron al festejado a comer un trozo. Y Fermín recibió
los bocados sin el antojo de los ayeres: solamente tragando. No degustó como
saboreó su primera leche materna, su dedo, su chupón o su primer biberón,
tampoco como paladeó sus papillas, un dulce, el agua de horchata, la carne
molida, el pollo, las habas y verdolagas; ni siquiera como disfrutó el sabor de
una cerveza o del vino. Menos como inflamó su corazón con la lengua y la saliva
de una mujer; ya ni siquiera con el remanso de pasar agua. No, ya no. Su boca
frágil y reseca albergaba una tosca y rasposa lengua y dientes postizos
nulamente sensibles; era un mero recipiente para introducir el subsistente
alimento y punto y aparte.
En el convivio se formaron grupos donde la palabra igual servía para
jugar, o burlarse, que para discurrir sobre cuanto tema viniese a la cabeza. Y Fermín
percibía las palabras, pero a lo mucho asentía con la cabeza sin involucrarse
en los diálogos. No habló como al llegar al mundo emitió un agudo llanto,
tampoco como sonidos guturales inundaron de felicidad a sus padres; menos aún
como copió sus primeras palabras e inventó las propias, ni siquiera como
cuando, orgulloso, deletreó o cuando recitó en la ceremonia escolar; tampoco
como cuando se hizo presente en las charlas informales de amigos y familiares;
menos cuando nerviosamente declaró su amor por primera vez o cuando formalmente
hizo patente su interés por la mujer de su vida; para nada como cuando contó un
chiste, una anécdota o eruditamente dio una clase o un discurso, al menos una opinión;
en lo absoluto como cuando entusiasta lanzaba piropos o desafinado cantaba; no
habló como cuando se enojaba, se
entristecía o se apasionaba. No, ya no. La palabra ya no se le daba, sus
pensamientos se aglutinaban sin aflorar; sus escasas palabras eran meros
recursos para expresar necesidades inmediatas y punto y final.
D.R. © Teófilo Huerta, 2007
Integrante del libro impreso La segunda muerte y otros cuentos
D.R. © Plaza y Valdés, 2011Reproducido con autorización de la editorial Plaza y Valdés.
Publicado en el El Búho, No. 102, noviembre de 2008, Versión pdf. Leer en línea.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario