A decir por sus hábitos, ropas y gustos, hay hombres en esta tierra (al menos en este territorio para unos con figura de cuerno retorcido) que viven en
Los más desprotegidos se ven impresionados por el avance tecnológico del
país vecino, por su libertinaje y lujo y, sobre todo, por el imán del billete
verde que sin modificar su tamaño crece continuamente con respecto al
insignificante peso del peso.
Esta es la historia de un hombre de cuarenta años, uno más que se
atrevió a cruzar la frontera norte, y su atrevimiento no fue tanto porque
padeciera las inclemencias del desierto, la amenaza del río, el peligro de ser
cazado como un pato por los minuteman, o apresado por los policías. No
que va, si él pasó tranquilito por las aduanas aeroportuarias como todo un
ejecutivo. El atrevimiento radicó en la locura de su objetivo.
Su
viaje lo tomó como una aventura, pero no para ir por las promesas de Las Vegas
y retornar con los bolsillos cargados de valiosas monedas. Antonio, nuestro
hombre, buen mozo, robusto, ingeniero, se fue a una aventura realmente
conmovedora, igual que alucinante: reconquistar el territorio que un día Santa
Ana vendiera por lo que risiblemente hoy serían simples centavos.
Antonio nada dijo a nadie. Inventó un par de historias acerca de una
oferta de trabajo o de tener los suficientes ahorros para un tour por
diferentes citys del norte. Pero a nadie, ni de broma, le dijo que su
verdadera intención era aumentar el tamaño del territorio nacional.
La idea le surgió durante una de esas veladas entre profesionistas de su
área, cuando un grupito, con copa en mano, se puso a opinar con ambiciones
políticas sobre la situación económica del país: que el desempleo, que la
inflación, que la sucesión presidencial, en fin, hasta que alguien le echó la
culpa de todos los males al poderoso vecino del norte y entonces no faltó quien
recordara las continuas injerencias que el poderoso vecino ha tenido en nuestro
territorio, a tal grado de habernos quitado parte de él. La discusión, como
todas las precedidas por el alcohol, se dividió y algunos recriminaron la
posición del vecino poderoso, otros criticaron la flaqueza del gobierno que
vendió parte del suelo patrio y algunos que, incluso, opinaron que aquella
había sido una medida ejemplar que ante la actual deuda debía ser ahora
retomada y que mejor sería ir aprendiendo el inglés para no sufrir como los
latinoamericanos que viven en el sur de los Iunait Estéis.
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Fue este último comentario el que retumbó en la cabeza de Antonio, con
su copa también, pero sólo para confundir a los colegas, más cola que brandy
para mantenerse fuera de los pesares de la cruda. En esos instantes pensó en la defensa del
territorio propio, en los símbolos patrios, en los héroes masacrados, en los
hombres frágiles, cobardes y corruptos y pensó en los miles de mexicanos
desterrados, los más por falta de expectativas y dinero, y en los demás
latinoamericanos que han hecho de la nación más poderosa del mundo una de las
más interraciales, donde blancos, negros, orientales y ahora latinos se
disputan la supremacía.
¿Minoría la latinoamericana?, se preguntó, ¡vamos a ver!, amenazó y
desde ese momento, lleno de rabia y seguridad en sí mismo, se dispuso a
concretar su plan, sin sentirse héroe “porque la época ya no está para eso”.
Así tomó Antonio la firme decisión de reconquistar el territorio vendido.
La misma noche de la fiesta, ya en su casa, se desveló fraguando una y
mil veces la idea nacida de repente pero llena de justicia. Tan pronto como
amaneció, y tras de delegar funciones en su bufete, se contactó con estudiosos
de la política, se metió horas y horas en la hemeroteca para consultar
declaraciones de líderes chicanos, leyó libros históricos, se involucró en las
estrategias militares desde Santa
Ana hasta Villa, adquirió mapas y guías para compenetrarse en la geografía del
lugar y tras de varias semanas, compró su boleto, hizo una pequeña maleta y
partió.
Su destino inicial fue Los Ángeles. El aspecto de Toño era sintomático
de algo, aunque nadie adivinara de qué. No podía pasar inadvertido ante los
ojos de los demás: llevaba una vestimenta totalmente folclórica, pretendidamente
mexicana pero al final ridícula. Su atuendo era una mezcla de jarocho, charro y
quién sabe qué más. Paliacate al cuello, guayabera, chamarra de gamuza y
sombrero de ala ancha que terminó por cambiar por uno de norteño.
El tipo era realmente agradable. Su fisonomía no despertó la más mínima
sospecha entre los aduaneros de la frontera, las sobrecargos de la línea aérea
se divirtieron atendiéndolo y a no ser por su enorme conciencia política
(surgida de la noche a la mañana pero al fin y al cabo conciencia) podría
haberse dejado mimar y dar un giro a sus inolvidables vacaciones.
Por supuesto que Antonio era tranquilo, en su cabeza no tenía la mínima
intención de preparar una guerrilla, acaso una pacifilla. Tampoco tenía ambiciones políticas, soñaba ser un nuevo
líder, todo pretendía hacerlo como en un hábil juego de ajedrez.
Cerró los ojos durante el vuelo y durmió, y el viaje se convirtió en una
estancia permanente. Primero se acomodó plácidamente en un hotel y como
ermitaño comenzó a tejer su estrategia. Sacó su as bajo la manga, es decir sus
recursos bien resguardados y sus proyectos de inversión, además, por supuesto,
sus conocimientos informáticos.
Pudo haberse convertido hasta en un competidor de Bill Gates, pero si
bien desarrolló interesantes y novedosos programas, su objetivo no era acaparar
un sólo campo. Más bien su mayor creatividad sería aplicarla a sus estratégicos
movimientos.
Se ganó la confianza de medianos empresarios, se asoció con ellos e
inyectó grandes capitales. Para despistar al enemigo y sin renunciar a su
nacionalidad, tomó la ciudadanía norteamericana y así dejó de ser un simple
socio para invertir en la bolsa de valores y, muy subterráneamente, poco a poco
se fue adueñando de negocios y grandes firmas, naturalmente de informática y lo
mismo de pan de caja que de tequila, de bancos que de restaurantes y agencias
de viaje. Comercial y financieramente se apoderó de California y después de
Nuevo México, Arizona y Texas. Su nueva residencia, modesta de todos modos, la
trasladó a Phoenix.
A la par de su estrategia
comercial avanzó con la social. Sorprendentemente para los capitalistas
no ignoró los derechos de los trabajadores para ganar también la simpatía de
sus connacionales.
Como en el juego de Turista, se apostaba su suerte, manejaba el dinero y
compraba a diestra y siniestra hoteles, bancos, bares y cuanto su chequera
pudiera cubrir.
Con este escenario ideal, Antonio comenzó la segunda parte de su plan,
el más difícil y contradictorio desde su posición social: concientizar. A través de los sindicatos, de las
comunidades de mexicanos y otros grupos organizó eventos sociales y culturales
donde hábilmente dejó correr sus ideas de repatriación con todo y territorios,
que qué bueno sería, era un ideal y sonaba bien, que tarde o temprano eso
sucedería. Pero sus atentos escuchas sólo avalaban la parte idealista y
cofraternizaban con él, no más. Ninguna idea adicional, ningún “por qué no lo
hacemos”, “por qué no lo llevamos a la práctica”.
De un golpe su paulatino plan, aquél surgido una noche bohemia, ese plan
fraguado lenta pero tenazmente, jornada tras jornada bajo el disfraz del
próspero empresario, se venía abajo. Él mismo se desmoronaba. Tanta inversión
monetaria y en tiempo y de pronto su argumentación parecía (era) ridícula, ineficaz,
sin resonancia. No adivinaba que los mexicanos trasterrados obedecían a otras
leyes ya no digamos de la economía o de la política, sino de la simple razón.
Contuvo su enojo y esquivó la frustración: finalmente era tesonero. No
presionó y continuó con sus reuniones y cursos sin insistir en el tema. Mejor
sondeó personalidades, tenía que encontrar almas gemelas que le sirvieran de
intermediarios.
Pasaron años, pero él firme, sin compromisos sentimentales ni adaptación
real a la vida norteamericana. Su idea era un credo. Más allá de los
satisfactores que le rodeaban él no podría traicionarse a sí mismo y renunciar
a su locuaz proyecto. En lo material ese plan le había salido prácticamente
perfecto, pero se percataba que la voluntad humana era la más difícil de
manejar.
Por increíble que parezca encontró esas almas gemelas, sobre todo en
aquellos cuya permanencia en el país vecino era incierta y desoladora, con
expectativas truncadas y con un futuro opaco. Esos peculiares inmigrantes
ilegales se convirtieron en su ejército.
Bastaba con tener empatía con el resto de mexicanos arraigados o
indiferentes: ya no era fundamental aleccionarlos, contaba con algunos buenos
(e ilusos) estrategas y así retomó convencido su discurso y lo proclamó primero
en nutridas juntas, después en espacios abiertos en pequeños barrios hasta
convocar a un primer mitin multitudinario.
Su discurso se tiñó de proclamas por la defensa de los valores y los
derechos de los inmigrantes. En ello nada de nuevo había sino la singular
condición empresarial del líder. En algunos despertó sospechas, en otros
desconfianza. No obstante, el buen Antonio repitió su discurso en distintos
puntos de California, Arizona, Texas. Llenó plazas y comenzó a sembrar
inquietudes entre los gobernantes no tanto por el fondo de su oratoria sino por
el movimiento social que generaba.
Los grupos inmigrantes aprovecharon las asambleas para reivindicar sus
derechos y exigir igualdad, los indocumentados para demandar consideración y
respeto.
En pleno dominio de sí encontró la casta de auténtico orador y enumeró a
los héroes de la Independencia, la Reforma y la Revolución hasta mencionar a
contemporáneas figuras del movimiento chicano. Arrancó gritos de las
multitudes, ondeó el lábaro patrio y subrayó la esencia de nombres castizos que
una gran cantidad de ciudades conservaban. Fue así como abiertamente expresó el
reencuentro de aquellos territorios con la nación azteca. Pero entonces los
coros no fueron iguales. “Sí, sentimos una pertenencia al lado de allá que
dejamos, pero si salimos fue por mucha inoperancia gubernamental”, decían
algunos. “Somos mexicanos pero de acá”, decían otros. “Somos orgullosamente
chicanos”, pronunciaban los demás. “Mejor gringuitos morenos que mexicanos hambrientos”,
se atrevían a señalar algunas voces.
Ante las masas, líderes, gobernantes y periodistas Antonio no tuvo el
menor rubor para declarar sus intenciones. Preocupó por su retórica más que por
su eficacia y comenzó a padecer presiones en sus empresas mas no se
arredró. Argumentaba convencido que
la economía de esos estados ya le pertenecía y ni qué decir de la cultura. Pero
comenzó la deserción.
Cómo sería posible ser administrados por el gobierno de su
nativo país, sí pero que no garantizaba un futuro certero. Y Toño insistía en
que la solidez económica les permitiría solidez política y auténtica soberanía.
Con descaro intentó vender una idea al presidente de México. Le ofreció
incluso de su bolsillo recursos para que ofertara por la compra. Igualito
que el territorio dejó de ser nuestro por una vaguedad de antiquísimos pesos,
hoy se podrían ofrecer millones de dólares por recuperarlo. Por supuesto la
presidencia hizo caso omiso del asunto.
Nuestro hombre cimbró el sur de la nación más poderosa del mundo. Con la
polarización de criterios, algunos grupos le eran fieles, otros reticentes pero
afines la bandera de los inmigrantes; algunos más pensaron que la idea podía
tener cierta lógica si en lugar de retornar los territorios pudiese gestar un
movimiento independentista de toda esa
región y crear un nuevo país: Hispania, Hispamérica o Latinlandia. La
idea entusiasmó incluso a los inmigrantes del Caribe, Centroamérica y el cono
sur. Varios miembros del poder coquetearon con la idea. Otros líderes
comenzaron a surgir y a poner nerviosos
a los gobernadores más renuentes y al propio presidente norteamericano.
Muchísimos más se oponían y juraban fidelidad a la nación de las barras
y las estrellas. Ni qué decir de los anglosajones que casi sintiéndose minoría
comenzaron a organizar grupos defensores y a hacer alusión a su historia y la
lucha que representó la unión que ahora un trastornado pretendía fracturar.
Plazas y calles de pueblos y ciudades se inundaron de exacerbaciones
nacionalistas. Unos enarbolaban la bandera mexicana, otros la americana y los
partidarios de Hispamérica inventaron una propia.
La embajada y consulados mexicanos, ni tardos ni perezosos, se
deslindaron del nativo mexicano y fijaron su posición de respeto a los Estados
Unidos.
Bajo ese panorama y no sólo por su papel de agitador, a Toño se le
inventaron graves conexiones con rebeldes y terroristas. Le sembraron armas en
su domicilio. Con esos cargos fue a dar tras las rejas. Él pensó que eso le
daría fortaleza y podría, desde prisión, continuar con sus planes. La parte
heroica lo comenzaba a perder.
Recibió consejos de sus familiares
(lejanos, pero tenía), colegas y amigos que no daban crédito a lo que había ido
a parar. Lo reclamaban en su país, le pedían suavizara su posición y cediera
para en breve obtener su libertad. Con oídos sordos, en plena reclusión comenzó
a aleccionar a los presos. Había cultivado
la oratoria y manejado la motivación para convencer a la mayoría a
sublevarse; las penosas condiciones intramuros permitían que las mentes de sus
pobladores fueran campo fértil para semejantes ocurrencias.
Pese a los esfuerzos de sus allegados y
abogados y cuando en ellos animaba la posibilidad de al menos una expulsión a
su país de origen, todo fue en vano por la movilización que había generado e
incluso por conexiones a otras prisiones en las que había indicios de rebelión
y apoyo del narcotráfico, Antonio fue cruelmente juzgado como agitador social y
condenado a la inyección letal.
Lo paradójico del asunto es que siendo
amante del país del cuerno retorcido y a expensas de la ciudadanía
norteamericana que un día tomó según por estrategia, el veredicto histórico fue
el de “traición a la patria”... sí, por traición a la patria que no sentía suya,
de la que renegaba, a ésa que le había robado kilómetros a su auténtica patria
del sur y de la que un día cualquiera soñó desprenderle las tierras que pensaba
justificadamente rescatables.
D.R. © Teófilo Huerta, 2006
Integrante del libro impreso La segunda muerte y otros cuentos
D.R. © Plaza y Valdés, 2011Publicado en la revista El Búho.
1 comentario:
Me encanta la osadía de toño y la manera en que desarrolla sus habilidades de motivación. Bastante buena la historia y no muy lejana de la realidad. Quiza el movimiento separatista no sea una utopía en el sur de los estados unidos sin embargo, y como siempre, se impondrá el autoritarismo del cual reniegan y bajo la frase de nación indivisible surgirá una segunda guerra de secesión ante cualquier intento de crear al utopico Aztlán o Hispamérica.
Buen tema ;)
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