El norte ha azotado inclemente la ciudad. Pero ¿cuál
ciudad existe para Inés? Las roídas paredes de su apartamento son los límites
de su existencia. La caliche se desprende y forma parte de las páginas de sus
libros.
Para Inés estudiar no es ni un deber ni una
virtud, más bien es su refugio. Para ella no hay vecinos ni vida externa. Todo
se lo llevó la muerte de su abuela a quien siempre sirvió.
Allí, sometida al yugo de las palabras,
Inés presta sus ojos a las líneas de los libros que jamás devolverá a la biblioteca. La
verdad no lee: recorre párrafos y más que entenderlos se inmiscuye en ellos.
Sólo son dos libros sobre la mesa y uno en
sus manos: no son viejos, pero la humedad y la grasa de los dedos de Inés que
van y vienen entre páginas y vueltas a la cocina, los hicieron vetustos.
Las persianas no dejan pasar luz. Las
ventanas están selladas. ¿Hay realmente ventanas? El temporal en el puerto a
Inés no le incomoda. La vida materialmente ya no existe para ella. Su vista
recorre los libros y basta. Ese es su destino, ese es su entretenimiento.
Otrora Inés leía con diferente ánimo, pero
siempre iba y volvía de la
escuela. A la mesa acompañaba a su abuela y le contaba de sus
clases y de sus lecturas. La abuela se interesaba, la hacía sentir alguien.
Ahora, ¿hay ahora?, Inés sólo recorre,
cien, doscientas, mil veces las líneas. Prófuga del pasado y del presente, sólo
repite historias ajenas y se involucra con personajes ficticios. Inés no es la misma.
Veracruz,
Ver., 2026. Depto. 102.
Traza líneas, como se lo dicta el pulso,
sobre la grisácea superficie que antes diera vida a tantos proyectos de
edificios, centros comerciales, casas y hasta monumentos.
Ernesto se rasca la cabeza, la comezón se
lo come de tantos años de no bañarse, desde aquel día en que la tubería se
rompió y dejó escapar hasta la última gota de agua.
(Foto: Wikipedia) |
La sonrisa se dibuja en el rostro de
Ernesto, se fascina por su diseño y a la par que define detalles, recrea con su
mente los años de su infancia, cuando él se llenaba tanto de sube y baja,
columpios y resbaladillas y soñaba con cohetes y artefactos espaciales que lo
separaban de la Tierra y le abrían otros mundos, otras sensaciones e ilusiones.
Vuelto a la realidad, la sonrisa se le
descompone en profunda tristeza y la lágrima que se le escapa va a parar justo
a un columpio que se deshace, cruel paradoja de lo que hacía años seguramente
habría ocurrido en un parque cercano, donde gotas, quién sabe si de lágrimas
divinas, acompañadas de viento, arrasaron con juegos, casas, seres, proyectos.
Ernesto deja caer una lágrima sobre el
dibujo y borra toda la estructura del columpio. Otras gotas caen en la
resbaladilla, en las columnas tipo caramelo de la entrada, en el techo del
restaurante y el huracán llega con la revoltura de los mocos y de los soplidos
con saliva que la trágica cara de Ernesto expulsa ya sin consuelo. Sus uñas se
encargan de destruirlo todo y abrazado al restirador encuentra por fatiga el
consuelo y el sueño, como tantas otras veces.
Veracruz,
Ver., 2029. Depto. 403.
Han recogido todo, hasta su vida durante 25
años. Los cuadros no los han podido desprender de esas paredes sucias y oscuras
que acompañaron su matrimonio. Los pocos muebles que han conservado desde
entonces –jamás salieron de compras ni renovaron su hogar– parecen muchos
apilados al centro para la mudanza.
Han procurado vaciar del todo el lugar,
sacar hasta el temor que los ha asolado siempre.
Por fin existe algo de movimiento en el
edificio amarillo. Los vecinos, no obstante, no se atreven a asomarse para ver
la mudanza del joven matrimonio, pero igual por el ruido y los murmullos se
enteran de oídas de lo que pasa. Quizá todos quieren mudarse, huir de esa
cárcel en que se ha convertido el lugar, pero el miedo los domina, el espectro
de un dueño de sus destino los obliga a resistir, a quedarse, a aislarse de
todo y de todos.
Algunos muebles recuerdan a los dos hijos
del matrimonio. Marido y mujer prefieren no recordar y mecánicamente suman sus
cunas al resto de la
mudanza. Parecen estar preparados. Son jóvenes todavía, la
vejez la llevan en el alma. Se han atrevido a abandonar su refugio. Los vecinos
–de oídas– están incrédulos, es una amenaza, una falta de respeto al destino,
una tentación mayúscula. Pero el matrimonio está decidido: dejan su apartamento
y con él el resto de lo que han sido.
Veracruz,
Ver., 2029. Depto. 404.
El esposo ha sido el primero en traspasar
la puerta del 403 para entrar a su nueva morada, muy cerca de allí. Tiene la
misma distribución, incluso es más oscuro, más tétrico, ideal para terminar con
sus días.
La mujer se entretiene en recoger algunas
cosas todavía y se amarra unos minutos, ¿u horas?, en su viejo departamento. El
esposo ya ha tomado la iniciativa de barrer el nuevo (¡!!!) aposento. Sólo hay
un gran ropero en él, vacío e incómodo. El hombre mete la escoba por los
rincones y saca kilos de mugre, de polvo que huele a tragedia, a pasado, a
momentos indescifrables. Se comienza a asfixiar, quién sabe si por la alergia
al polvo o por el enfrentamiento al pasado que no se borra.
El esposo continúa su tarea, pasan las
horas, ¿o las semanas?, y el departamento sigue igual. Las ventanas están
clausuradas y por la puerta no circula el aire. Tendrán que vivir (¿?) así,
entre el polvo.
Veracruz,
Ver., 2029. Depto. 404
El matrimonio estrena apartamento. Felices
no están, pero al menos creen estar y ser los únicos que habitan aquella
estructura. Todos, cada quien en su morada, creían ser los únicos. Claro, más
el matrimonio al que estupefactos han escuchado que se muda.
El 403 ha quedado abandonado. La mujer y su esposo
sienten que han traicionado a sus hijos y a su vida y tienen deseos de deshacer
la mudanza y regresar a su antiguo departamento. Se ven y con la mirada se lo
dicen. No hablan porque no saben si después de tantos años puedan pronunciar
palabras, ni siquiera saben si existen todavía las palabras.
Están a punto de volver a abrir la puerta
pero un toquido los paraliza. ¿Quién más, aparte de la muerte, los puede
visitar? Es la suegra de la
mujer. La pasan, están incrédulos.
Pareciera que ningún huracán hubiera
afectado sus vidas. El hijo le acerca una silla a su madre y ella se sienta.
Sus arrugas y canas se ocultan tras de una renovada alegría de ver a sus
familiares. El matrimonio no da crédito, siente como antaño la visita pero
presiente otra no deseada.
Exactamente. Otro golpe a la puerta. Para esto más
de un vecino también se han atrevido a quitar las trancas de las ventanas y a
asomarse, los han inquietado primero la mudanza y luego los golpes. El hombre
se arma de valor y se acerca a la puerta. ¿Quién puede ser? ¿Sus hijos?
No. Es el portero. Un cincuentón de cabello
largo y cano. Lleva la misma gabardina beige con que apareció aquel día cuando
tocó puerta por puerta para avisar del cruel huracán. “Nadie salga de sus
casas”, habría dicho. “Atranquen puertas y ventanas pues el mar se nos viene
encima”.
Todos obedecieron entonces y él hizo lo
mismo. Ahora salía a investigar quién osó mudarse y quién después de él se
atrevía a tocar una puerta.
Pasa al interior del 404. La suegra
extiende la mano, pero el portero la ignora y sólo recorre con la mirada el
departamento, ve con reproche y odio a los ojos del esposo, da media vuelta y
traspasa la puerta. La
suegra se ofende, se levanta a perseguir al hombre de la gabardina beige, se
atreve, sí, a abrir los labios y emitir con desesperación un “oiga, ¿usted
quién se cree?”. El portero toma la escalera hacia la azotea, seguido por la
suegra y más atrás por los esposos. Poco a poco, como zombies, más vecinos traspasan
las puertas y se suman a la caravana.
Todo es confusión. Muchos se aterran al
revivir el movimiento de aquel día, carreras por los pasillos y las escaleras,
gritos, aprehensión por estar todos unidos, por salir a la búsqueda de la
abuela, tías, hermanos… hijos y el portero inmóvil que resguardaba el zaguán
rojo con dos maderos cruzados, todavía con agua en su gabardina.
Ahora a la gabardina beige del portero no
le escurre agua, sino sal. Ha llegado a la azotea seguido por la multitud. Se para y
ve el horizonte con mirada perdida, triste, vacía… Todos atrás de él contemplan
el mismo panorama y se les enchina la piel. La mayoría alguna vez vio el nítido
paisaje, el inmenso y tranquilo mar azul, las palmeras. Algunos antes de correr
y guarecerse por años en sus departamentos alcanzaron a ver ese mismo mar
furioso salirse de su espacio, arrancar esas mismas palmeras y llegar muy cerca
de ellos. Otros más se quedaron justo ahí y ahora sus fósiles restos esparcidos
entre lavaderos y piso son vistos por sus antiguos vecinos.
El panorama hoy es diferente. No más agua
azul tranquila ni violenta, ni siquiera agua en los ojos de los testigos mudos,
paralizados, extrañados, perdidos.
Veracruz,
Ver., 2056. Calle Emiliano Zapata, no. 144
Ha llegado el equipo de ingenieros y
trabajadores. Algunos con guayabera o camisa de manga corta, otros con el torso
desnudo.
Pesadas máquinas atraviesan el desierto de
Veracruz y se detienen a escasos metros del edificio amarillo.
–Increíble ¿verdad? –comenta un ingeniero a
su compañero– ¡Cómo pudo resistir esta estructura!
Y luego da la orden para su demolición:
–¡Adelante!
Feliz, el grupo contempla la destrucción
del único estorbo para levantar en pleno desierto de Veracruz, una plataforma
petrolera que será “orgullo de todos los mexicanos”.
D.R. © 1993 Teófilo Huerta
Integrante del libro impreso La segunda muerte y otros cuentos
Reproducido con autorización de la editorial Plaza y Valdés.
Publicado en la revista El Búho, No. 94, marzo de 2008. Leer en línea (Versión pdf )
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