02 octubre, 2007

La agenda



Francisco se ocupaba desde hacía muchos años de agendar meticulosamente todas sus citas y actividades, fueran laborales, sociales o privadas.
    Tenía una profunda fascinación por las agendas. Era como tocar el tiempo en su conjunto: el presente y el futuro.
    Regaladas o compradas, siempre elegía con anticipación la agenda para el próximo año y se deshacía por estrenarla.
     Aunque las prefería organizadas por semana, un fin de año encontró una que era por días: le atrajo mucho y la adquirió. Apenas comenzó el nuevo año destruyó parsimoniosamente su agenda vieja y a la nueva la colocó estratégicamente sobre el escritorio de su oficina y comenzó así a programar sus pendientes, obligaciones y compromisos: su vida toda.
    Antes de concluir cada jornada laboral daba vuelta a la hoja para ver sus actividades  del día siguiente. Todo iba de maravilla, como siempre, cuando un día de marzo dio la ritual vuelta a la hoja de su agenda y, para su sorpresa, se encontró con que se saltaba el día posterior: no había mañana. Incrédulo regresó a la hoja actual, a repasarla con sus dedos, pero no, no había error, se saltaba una fecha. Ya inquieto, pasó las siguientes hojas para ver si no estaba traspapelada, pero tampoco. Se llevó la mano a la frente y la bajó hasta la boca. De pronto un escalofrío invadió su cuerpo y una idea se posesionó de él: era posible que el día siguiente no existiera para él, mejor dicho, él no existiría para el día siguiente. A lo mejor su muerte estaba señalada. Vio su reloj y sin pensarlo mucho salió, sin avisar, directo al establecimiento donde había adquirido la agenda. Entró, buscó una agenda igual y no encontró sino dos que eran diferentes. Volvió a ver su reloj y se dio cuenta que perdería mucho tiempo en buscar una idéntica, así que tomó una, la pagó y de inmediato la revisó día por día. Al verificar que estaban los 365 días del año se tranquilizó un poco.
(Imagen: "Castillo de ilusiones",
 Erick David Basilio Silvestre)

    De regreso en su oficina y ya casi solo, por una cosa de superstición se dio a la tarea de transcribir a la nueva agenda todo lo que había puesto en la que tenía en su escritorio. A hora y media de que terminara el día, la rapidez y los nervios arrojaron una letra no muy pulcra, pero logró su cometido, luego destruyó la que había sido su agenda favorita y la depositó en un basurero lejano a su espacio laboral. Respiró profundamente, dejó la nueva agenda sobre su escritorio señalando el próximo día con sus respectivos compromisos, tomó su carpeta y su saco, y salió rumbo a casa.
    Ya en su hogar esperó algunos minutos para traspasar el día, no fuera a ser que la “medicina” no funcionara y de todos modos no viera la fecha siguiente. Después de las doce de la noche se tranquilizó más y hasta sonrió, se fue a recostar pero con todo y los obstáculos superados, el miedo le impidió conciliar el sueño sino hasta muy entrada la madrugada. Por fin despertó y se sintió verdaderamente aliviado, estiró feliz su cuerpo y le dieron ganas de tomarse el día e ir al campo a relajarse, sin embargo pudo más su responsabilidad al recordar una cita importante de trabajo, incluso sonrío pues el recordatorio le llegó por la imagen mental de la cita apuntada en la agenda sustituta.   

    Tras arribar a su oficina, el día transcurrió sin novedades ni inquietudes. Al llegar la hora de partir volvió a sonreír por lo sucedido la víspera y ahora  con mucha seguridad dio vuelta a la hoja de su agenda y repasó las actividades del día siguiente. Tomó sus cosas y salió, hizo escala en un restaurante donde cenó a placer y después llegó a su casa directo a la cama. Muy tranquilo suspiró, pronto cerró los ojos y durmió. De su sueño jamás despertó.
D.R. © Teófilo Huerta, 2003

Integrante del libro impreso La segunda muerte y otros cuentos

D.R. © Plaza y Valdés, 2011

Publicado en la revista El Búho, No. 84, abril de 2007.  Leer en línea (Versión pdf)

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