Francisco se ocupaba desde hacía
muchos años de agendar meticulosamente todas sus citas y actividades, fueran
laborales, sociales o privadas.
Tenía una profunda fascinación por las agendas. Era como tocar el tiempo
en su conjunto: el presente y el futuro.
Regaladas o compradas, siempre elegía con anticipación la agenda para el
próximo año y se deshacía por estrenarla.
Aunque las prefería organizadas por semana, un fin de año encontró una
que era por días: le atrajo mucho y la adquirió. Apenas
comenzó el nuevo año destruyó parsimoniosamente su agenda vieja y a la nueva la
colocó estratégicamente sobre el escritorio de su oficina y comenzó así a
programar sus pendientes, obligaciones y compromisos: su vida toda.
Antes de concluir cada jornada laboral daba vuelta a la hoja para ver
sus actividades del día siguiente. Todo
iba de maravilla, como siempre, cuando un día de marzo dio la ritual vuelta a
la hoja de su agenda y, para su sorpresa, se encontró con que se saltaba el día
posterior: no había mañana. Incrédulo regresó a la hoja actual, a repasarla con
sus dedos, pero no, no había error, se saltaba una fecha. Ya inquieto, pasó las
siguientes hojas para ver si no estaba traspapelada, pero tampoco. Se llevó la
mano a la frente y la bajó hasta la
boca. De pronto un escalofrío invadió su cuerpo y una idea se
posesionó de él: era posible que el día siguiente no existiera para él, mejor
dicho, él no existiría para el día siguiente. A lo mejor su muerte estaba
señalada. Vio su reloj y sin pensarlo mucho salió, sin avisar, directo al
establecimiento donde había adquirido la agenda. Entró , buscó
una agenda igual y no encontró sino dos que eran diferentes. Volvió a ver su
reloj y se dio cuenta que perdería mucho tiempo en buscar una idéntica, así que
tomó una, la pagó y de inmediato la revisó día por día. Al verificar que
estaban los 365 días del año se tranquilizó un poco.
(Imagen: "Castillo de ilusiones", Erick David Basilio Silvestre) |
De regreso en su oficina y ya casi solo, por una cosa de superstición se
dio a la tarea de transcribir a la nueva agenda todo lo que había puesto en la
que tenía en su escritorio. A hora y media de que terminara el día, la rapidez
y los nervios arrojaron una letra no muy pulcra, pero logró su cometido, luego
destruyó la que había sido su agenda favorita y la depositó en un basurero
lejano a su espacio laboral. Respiró profundamente, dejó la nueva agenda sobre
su escritorio señalando el próximo día con sus respectivos compromisos, tomó su
carpeta y su saco, y salió rumbo a casa.
Ya en su hogar esperó algunos minutos para traspasar el día, no fuera a
ser que la “medicina” no funcionara y de todos modos no viera la fecha
siguiente. Después de las doce de la noche se tranquilizó más y hasta sonrió,
se fue a recostar pero con todo y los obstáculos superados, el miedo le impidió
conciliar el sueño sino hasta muy entrada la madrugada. Por fin
despertó y se sintió verdaderamente aliviado, estiró feliz su cuerpo y le
dieron ganas de tomarse el día e ir al campo a relajarse, sin embargo pudo más
su responsabilidad al recordar una cita importante de trabajo, incluso sonrío
pues el recordatorio le llegó por la imagen mental de la cita apuntada en la
agenda sustituta.
Tras arribar a su oficina, el día transcurrió sin novedades ni
inquietudes. Al llegar la hora de partir volvió a sonreír por lo sucedido la
víspera y ahora con mucha seguridad dio
vuelta a la hoja de su agenda y repasó las actividades del día siguiente. Tomó
sus cosas y salió, hizo escala en un restaurante donde cenó a placer y después
llegó a su casa directo a la
cama. Muy tranquilo suspiró, pronto cerró los ojos y durmió.
De su sueño jamás despertó.
D.R. © Teófilo Huerta, 2003
Integrante del libro impreso La segunda muerte y otros cuentos
D.R. © Plaza y Valdés, 2011Publicado en la revista El Búho, No. 84, abril de 2007. Leer en línea (Versión pdf)
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