Todo comenzó de manera coincidente: todos los relojes pararon justo al
diez para las dos de la tarde, o a las dos menos diez p.m., o a las trece
cincuenta. Se tratara de relojes o cronómetros mecánicos, de cuarzo, digitales,
atómicos, vaya hasta solares y de arena;
de pulsera, de pared, cucús, despertadores; en celulares o computadoras;
en la casa, la oficina, la calle o el auto.
(Imagen: El rincón de Susu) |
Algunos locutores de las radiodifusoras, desconcertados, repetían la
misma hora tras de cada pieza musical, pero otros, con su voz previamente
grabada en estaciones de programación automatizada daban la hora tradicional y
sembraban la confusión, aunque ello permitía que alguna gente sin grandes compromisos y metida en lo suyo
no se percatara de lo que sucedía. En
muchas zonas rurales el impacto fue amortiguado por su sereno ritmo de vida.
Desde que en alguna época las últimas noticias revelaron que nadie
moría, hecho que prevaleció por varios días, no se había dado una situación tan
extraña. Los relojes de las iglesias y de edificios públicos, como el Big
Ben, ya no tocaban cada
hora o cada cuarto de hora. Parecía que el tiempo se hubiera detenido. Sin
embargo la vida continuaba, no estaba paralizada sino solo alterada; lo único
que se detuvo fue la herramienta para medir el tiempo, porque finalmente éste
transcurría.
Por más que la gente movía las manecillas, daba cuerda o cambiaba pilas,
los relojes simplemente no trabajaban. Nadie daba una explicación satisfactoria
aunque las conocidas iban desde una concentración magnética hasta una
interferencia satelital, pasando por las manchas solares, la contaminación, el
hoyo en la capa de ozono, la excesiva humedad (que de alguna manera aplicaba a
que los granos no corrieran en los relojes de arena), la sofocante nubosidad
(que perjudicaba la lucha por hacer trabajar a los relojes de sol) o una
combinación de todas ellas.
Con la penumbra, las aves cruzaban los cielos y buscaban refugio en los
árboles; la gente comenzó a guiarse por instinto para concluir las labores,
preparar la merienda o dormir a los más pequeños. Por la mañana muchos se
dejaron llevar por los cantos de los gallos, o durmieron con las persianas y
cortinas abiertas para despertarse con la primera luz del día, aunque ello no
garantizaba ninguna sincronía para la entrada a las escuelas, las fábricas o
las oficinas y en realidad –ante la algarabía de chamacos y trabajadores– no
existía parámetro oficial para registrar y sancionar algún retardo: ningún
reloj checador funcionaba.
Los inventores se dieron a la tarea de crear nuevos mecanismos para los
relojes, pero todo intento fracasó. La creatividad de los artesanos se puso en
marcha y al rescate incluso de otras mediciones a partir del agua y pensar
hasta en el viento, pero todo naufragó. Parecía ser una orden divina contra
cualquier intento de medición. Naturalmente mucha tecnología médica y de
vialidad dejó de funcionar por sus complejos relojes internos y en las
sociedades debieron abandonar adelantos tecnológicos y recurrir a antiguos procedimientos.
Las enfermeras tomaban el pulso contando, los agentes de tránsito trabajaban
sin semáforos, los sistemas bancarios –entre decenas de servicios– volvieron a
emplear sus viejas cajas registradoras y los jueces deportivos se resignaron a
determinar a simple vista a los atletas sin registrar marcas milimétricas.
Los gobernantes celebraban reuniones internacionales, melancólicamente
en Greenwich, para acordar nuevas políticas de medición, pero sin éxito por la
infinidad de soluciones absurdas o contrarias a la cultura de cada pueblo. Surgieron muchas ideas que pasajeramente
fueron puestas en práctica, como las de emplear la grabación de todo un día de
la radiodifusora de la hora exacta, pero ello implicaba la hipotética sujeción
de todo el mundo a escuchar o de menos monitorear constantemente la estación y
el nuevo condicionamiento no era agradable. Hubo quienes contrataron
trabajadores del tiempo que a base de relevos y en sitios estratégicos contaban
continuamente del uno al sesenta y con carteles o pantallas electrónicas
manualmente cambiaban los números de horas y minutos, pero a la mayoría esto le
pareció aberrante
Los tiraderos de basura se llenaron de baratija relojera. Sólo los
coleccionistas conservaron muestras y los poseedores de modelos sofisticados y
costosos, también los resguardaron o vendieron a los mejores postores. Más allá
de muchas esculturas o torres que conservaron sus relojes muertos, en otras
plazas surgieron monumentos al reloj, algunos creados por artistas ingeniosos.
También cundieron por aquí y por allá museos del tiempo en el que todos los
relojes se convirtieron en reliquias.
Poco a poco la población comenzó a adaptarse y a liberarse. Además de
las primeras emulaciones de los pájaros para suspender labores y retirarse al
descanso, los estómagos determinaron los momentos para comer y el agotamiento
los de dormir. Conscientemente o por intuición, la gente empezó a asimilar el
valor del transcurrir en el espacio, en la vida, por sí mismo, sin depender de
la esclavitud del tiempo abstracto, sólo dejar que corrieran los hechos sin la
obsesión ni la dependencia por ninguna herramienta. Los días seguían siendo
contabilizados, sin precisión de cuándo terminaba uno y comenzaba otro, una
atadura de la que incluso la gente deseaba liberarse y olvidarse de los
calendarios.
Para hacer referencia al momento de los hechos en lugar de los horarios
rígidos, hubo de rescatarse cierto sentido poético de la vida. Las invitaciones
para una boda se expresaban más o menos así: “Roberto y Sandra unirán sus vidas
cuando las estrellas aparezcan en el firmamento”; un certificado de defunción
asentaba que fulanito de tal había fallecido después de ponerse el sol el día
x; un boleto para un clásico de futbol estipulaba que se celebraría justo
cuando el sol se encontrara en el cenit.
Jamás volvieron los relojes. Sólo después de muchos años los más viejos,
por costumbre o nostalgia, se atrevían a preguntar ¿a qué hora nos vemos?, o
¿qué horas son?, y por ahí no faltaban las respuestas ocurrentes como la de
algún gracioso que contestaba: cuarto para el ratito.
D.R. © Teófilo Huerta, 2009
Integrante del libro impreso La segunda muerte y otros cuentos
D.R. © Plaza y Valdés, 2011Reproducido con autorización de la editorial Plaza y Valdés
Publicado en la revista El Búho. Leer en línea.
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