24 diciembre, 2009

Cuarto para el ratito

En un principio hubo una enorme confusión y descontrol generalizado. Las mamás confiadas llegaron tardísimo por sus hijos; los pacientes tuvieron que serlo doblemente ante el inexplicable retraso de los médicos, las propias operaciones quirúrgicas se retrasaron; las citas de negocios se trastocaron y las de comida casi se convirtieron en cena, los bancos y oficinas de atención al público extendieron sus servicios por más tiempo... pero sólo para información pues sus sofisticados sistemas no funcionaban adecuadamente; las bolsas de valores no podían cerrar oficialmente su jornada pero igualmente quedaron suspendidos sus movimientos, y la gente atestaba terminales de autobuses y aeropuertos en espera de abordar los vehículos que no tenían para cuándo.
    Todo comenzó de manera coincidente: todos los relojes pararon justo al diez para las dos de la tarde, o a las dos menos diez p.m., o a las trece cincuenta. Se tratara de relojes o cronómetros mecánicos, de cuarzo, digitales, atómicos, vaya hasta solares y de arena;  de pulsera, de pared, cucús, despertadores; en celulares o computadoras; en la casa, la oficina, la calle o el auto.
(Imagen: El rincón de Susu)
     Algunos locutores de las radiodifusoras, desconcertados, repetían la misma hora tras de cada pieza musical, pero otros, con su voz previamente grabada en estaciones de programación automatizada daban la hora tradicional y sembraban la confusión, aunque ello permitía que alguna gente  sin grandes compromisos y metida en lo suyo no se percatara de  lo que sucedía. En muchas zonas rurales el impacto fue amortiguado por su sereno ritmo de vida.
    Desde que en alguna época las últimas noticias revelaron que nadie moría, hecho que prevaleció por varios días, no se había dado una situación tan extraña. Los relojes de las iglesias y de edificios públicos, como el Big Ben, ya no tocaban cada hora o cada cuarto de hora. Parecía que el tiempo se hubiera detenido. Sin embargo la vida continuaba, no estaba paralizada sino solo alterada; lo único que se detuvo fue la herramienta para medir el tiempo, porque finalmente éste transcurría.
    Por más que la gente movía las manecillas, daba cuerda o cambiaba pilas, los relojes simplemente no trabajaban. Nadie daba una explicación satisfactoria aunque las conocidas iban desde una concentración magnética hasta una interferencia satelital, pasando por las manchas solares, la contaminación, el hoyo en la capa de ozono, la excesiva humedad (que de alguna manera aplicaba a que los granos no corrieran en los relojes de arena), la sofocante nubosidad (que perjudicaba la lucha por hacer trabajar a los relojes de sol) o una combinación de todas ellas.
    Con la penumbra, las aves cruzaban los cielos y buscaban refugio en los árboles; la gente comenzó a guiarse por instinto para concluir las labores, preparar la merienda o dormir a los más pequeños. Por la mañana muchos se dejaron llevar por los cantos de los gallos, o durmieron con las persianas y cortinas abiertas para despertarse con la primera luz del día, aunque ello no garantizaba ninguna sincronía para la entrada a las escuelas, las fábricas o las oficinas y en realidad –ante la algarabía de chamacos y trabajadores– no existía parámetro oficial para registrar y sancionar algún retardo: ningún reloj checador funcionaba.
    Los inventores se dieron a la tarea de crear nuevos mecanismos para los relojes, pero todo intento fracasó. La creatividad de los artesanos se puso en marcha y al rescate incluso de otras mediciones a partir del agua y pensar hasta en el viento, pero todo naufragó. Parecía ser una orden divina contra cualquier intento de medición. Naturalmente mucha tecnología médica y de vialidad dejó de funcionar por sus complejos relojes internos y en las sociedades debieron abandonar adelantos tecnológicos y recurrir a antiguos procedimientos. Las enfermeras tomaban el pulso contando, los agentes de tránsito trabajaban sin semáforos, los sistemas bancarios –entre decenas de servicios– volvieron a emplear sus viejas cajas registradoras y los jueces deportivos se resignaron a determinar a simple vista a los atletas sin registrar marcas milimétricas.
    Los gobernantes celebraban reuniones internacionales, melancólicamente en Greenwich, para acordar nuevas políticas de medición, pero sin éxito por la infinidad de soluciones absurdas o contrarias a la cultura de cada pueblo.  Surgieron muchas ideas que pasajeramente fueron puestas en práctica, como las de emplear la grabación de todo un día de la radiodifusora de la hora exacta, pero ello implicaba la hipotética sujeción de todo el mundo a escuchar o de menos monitorear constantemente la estación y el nuevo condicionamiento no era agradable. Hubo quienes contrataron trabajadores del tiempo que a base de relevos y en sitios estratégicos contaban continuamente del uno al sesenta y con carteles o pantallas electrónicas manualmente cambiaban los números de horas y minutos, pero a la mayoría esto le pareció aberrante
    Los tiraderos de basura se llenaron de baratija relojera. Sólo los coleccionistas conservaron muestras y los poseedores de modelos sofisticados y costosos, también los resguardaron o vendieron a los mejores postores. Más allá de muchas esculturas o torres que conservaron sus relojes muertos, en otras plazas surgieron monumentos al reloj, algunos creados por artistas ingeniosos. También cundieron por aquí y por allá museos del tiempo en el que todos los relojes se convirtieron en reliquias.
    Poco a poco la población comenzó a adaptarse y a liberarse. Además de las primeras emulaciones de los pájaros para suspender labores y retirarse al descanso, los estómagos determinaron los momentos para comer y el agotamiento los de dormir. Conscientemente o por intuición, la gente empezó a asimilar el valor del transcurrir en el espacio, en la vida, por sí mismo, sin depender de la esclavitud del tiempo abstracto, sólo dejar que corrieran los hechos sin la obsesión ni la dependencia por ninguna herramienta. Los días seguían siendo contabilizados, sin precisión de cuándo terminaba uno y comenzaba otro, una atadura de la que incluso la gente deseaba liberarse y olvidarse de los calendarios.
    Para hacer referencia al momento de los hechos en lugar de los horarios rígidos, hubo de rescatarse cierto sentido poético de la vida. Las invitaciones para una boda se expresaban más o menos así: “Roberto y Sandra unirán sus vidas cuando las estrellas aparezcan en el firmamento”; un certificado de defunción asentaba que fulanito de tal había fallecido después de ponerse el sol el día x; un boleto para un clásico de futbol estipulaba que se celebraría justo cuando el sol se encontrara en el cenit.
    Jamás volvieron los relojes. Sólo después de muchos años los más viejos, por costumbre o nostalgia, se atrevían a preguntar ¿a qué hora nos vemos?, o ¿qué horas son?, y por ahí no faltaban las respuestas ocurrentes como la de algún gracioso que contestaba: cuarto para el ratito.
 D.R. © Teófilo Huerta, 2009

Integrante del libro impreso La segunda muerte y otros cuentos

D.R. © Plaza y Valdés, 2011
Reproducido con autorización de la editorial Plaza y Valdés

Publicado en la revista El Búho. Leer en línea.

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