02 enero, 2011

A la luna


De qué manera dichos idénticos pueden cobrar un significado diferente según las circunstancias.
Muy pequeño jugaba en el patio de la casa con mis hermanas cuando de pronto llegó aquel hombre cuarentón, avejentado por el alcohol, conocido de mi padre, a preguntar por éste.
– Oye güerita –dijo a una de mis hermanas el hombre ligeramente ebrio– ¿está tu papá?
– No, no está.
– ¿No sabes si regresará pronto?
– No sé –respondió mi hermana con toda naturalidad–, se fue a La Luna.
– ¡Ay güerita!, ¡qué graciosa!, dime la verdad.
– En serio señor Lovera: fue a La Luna.
Pese a su estado inconveniente, el hombre no insistió y se retiró.
Lo que el señor Lovera no supo sino hasta que volvió a ver a mi padre es que en efecto mi hermana no había mentido: por boca de él se enteró que efectivamente había ido a La Luna, una prestigiada panadería de la época.

El tiempo habría de repetir la búsqueda y la respuesta.
Una fría tarde jugaba yo solo con mis cochecitos en el mismo patio cuando el señor Lovera planteó la misma pregunta.
– ¿Está tu papá?
No pretendí tomarle el pelo –del que además el hombre carecía– y ni siquiera recordaba en ese momento la anécdota anterior, sino que al indagar sobre mi padre de súbito tuve una inspiración filosófica y con naturalidad respondí:
Foto: José María Adame
– No, se fue a la luna.
– ¡Ah!, ahora sí ya sé, fue por pan, ¿no?
Con toda mi inocencia e ilusión a cuestas alcé la vista y con mi dedo índice señalé al firmamento, en el que ciertamente ya asomaba el argentino satélite y otros luceros.
– No, allá está… Dice mi mamá que ahora seguramente es una estrella desde la que nos cuida.
D.R. © Teófilo Huerta, 2010

Cuento integrante del libro impreso La segunda muerte y otros cuentos
D.R. © Plaza y Valdés, 2011
Reproducido con autorización de la editorial Plaza y Valdés

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