Una
parte del globo se encuentra cubierta por un espeso manto de oscuridad. Otra,
capta los rayos solares y se ilumina.
Mis ojos atraviesan las densas nubes y
recorren el verdor de la naturaleza. Veo agitarse a los pajarillos en un vuelo
que no tiene fin. Los animales silvestres y salvajes transitan el silencio del
campo.
Algunos
hombres descansan. Duermen su sueño cotidiano. Entregados a la magia nocturna,
niegan por unos minutos su existencia y su diario trajinar. Otros despiertan y
suspiran para recoger el aire incierto y pesado que rodea sus lechos. Hay
quienes se asoman a la ventana y ven al cielo para imaginar que velo su
descanso, preguntarse si están desamparados o, incluso, temblar de miedo.
Un
buen número de mortales gasta sus energías a plena luz del día. Hombres y
mujeres trabajan en la oficina, la casa, la fábrica o el campo. Hay jóvenes que
estudian y siembran las semillas. Niños que aprenden los contenidos de una vida
a veces deliciosa, otras amarga debido al rencor, la envidia y el egoísmo de
los propios seres humanos que no han aprendido a convivir y amarse.
Y
qué triste es ver a miles de individuos que se arrebatan la vida. Que por medio
de las armas juegan a destruirse. Es la guerra que no conoce edad ni hora. Es
la guerra, fría y anónima, cargada de ambiciones y cegada por la ira.
En
varios puntos de ese globo terráqueo, suspendido en el espacio, se escucha el
detonar de las bombas. Yo me asusto, temo que en un instante el rugir del fuego
creado por el hombre en su afán de poderío se extienda sobre la Tierra y la
haga estallar.
El
hombre me enfrenta con odio y desdén. Pretende acabar con mi creación. No sabe
que yo no he jugado al inventarlo, que su existencia es un regalo de amor que
le he hecho con una entrega desinteresada.
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