21 junio, 2006

La mujer rojinegra




Contaba con tiempo de sobra para regresar a su oficina, así que aprovechó para hojear algunos libros en aquella tienda donde antes había comido.
    No tenía una preferencia particular, lo mismo pasaba de un libro de ciencia ficción a un clásico o a otro sobre superación personal. Tomaba cada libro, leía la contraportada y, si le interesaba, iba al índice y de ahí a algunos párrafos al azar.
    Realmente mantenía la concentración y no levantaba la vista sino para ver otros títulos. De pronto sintió una mirada que lo hizo voltear, buscarla y encontrarla reflejada en la columna revestida de espejos. Era la imagen de una bella joven de cabello castaño, vestido rojo con suéter y botas negras que, a unos diez metros, revisaba unos bolsos.
    Nervioso, quiso sostenerle la mirada a la chica, también espejo de por medio, pero ella fingió entonces indiferencia. Volvió al libro en sus manos, pero las letras que sus ojos advertían ya no eran registradas por su mente pues su cerebro le ordenaba pensar en la mujer.
    Se animó a buscar de nuevo los ojos de la joven y los ubicó en otro ángulo del espejo. Ella esbozó una sonrisa y él jaló aire para evitar sonrojarse antes de devolverle el cumplido. La mujer rojinegra se desentendió y avanzó algunos pasos para ver ahora unos cinturones.
    Ya interesado, caminó hacia otro pasillo hasta quedar con otra cara del espejo de frente para no perder de vista a la chica. Quería dejar el libro, pero lo sostuvo como pretexto para no sentirse ridículo.
Foto bajada de Facebook
    Volvió a una página del libro, trató de leer algo como una acción mecánica encaminada a controlar sus nervios. Sintió lograrlo, así que ahora calculó la correspondencia de la ubicación real de la mujer con respecto a su imagen en el espejo y volteó dispuesto a encontrar su mirada. Se extrañó por el error de cálculo y entonces, tranquilo, volvió la vista al espejo, vio a la mujer ligeramente desplazada que examinaba unas mascadas y sonrió por la coincidencia del movimiento. Volteó otra vez y no encontró nada. Sintió un vacío. Se pasó los dedos por los párpados y resuelto hizo un recorrido exhaustivo con la vista sin encontrarla.
    Incómodo, rodeó la columna y vio nuevamente a la mujer que, al tiempo de rociarse un perfume, le sostenía la mirada, levantaba la barbilla y pasaba su mano por la cabellera en abierta invitación.
    Los dos se vieron. Ya no existía duda en cuanto al ligue. Para asegurarlo bastaba que él se acercara, le ofreciera un cigarrillo, le dirigiera alguna palabra y después, con la facilidad de la cafetería en el interior de la tienda, invitarla a tomar algo.
    Caminó hacia el cristal hasta toparse con él y poder admirar a la mujer. Las miradas seguían fijas y profundas. Dio la vuelta en una fracción de segundo, recargó incluso la espalda en el espejo para tenerla justo de frente pero no halló a nadie.
     Ya no sonrió ni dudó, simplemente un escalofrío le recorrió todo el cuerpo a la vez que palidecía. Se puso de perfil y con el ojo derecho hacia el espejo alcanzaba a ver la silueta rojinegra, mientras que con el izquierdo al indagar, veía el mismo mostrador pero sólo con el empleado departamental.
    Con tristeza vio por el espejo que la mujer recibía una nota. Al encaminarse hacia la caja, la chica le vio y sonrió. Al salir de la perspectiva del espejo, él la trató de ubicar en algún ángulo del mismo.
    Ya no le importaba encontrarla en el espacio real: ahora no quería perder siquiera su imagen. Rodeó la columna sin hallarla. Se mesó el cabello y se mordió una mano. No advirtió siquiera al empleado que pasó junto a él y lo examinó extrañado.
    Caminó hasta toparse con la columna, el libro que aún llevaba se le zafó y apoyó las manos sudorosas en el espejo para examinarlo con las yemas de sus dedos, como queriendo palpar un nuevo mundo.
    Recorrió las cuatro caras de la columna antes de elegir una. Todavía frente al espejo se alzó y se agachó sin despegar las palmas del mismo. Parecía que medía o realizaba algún cálculo sobre el cristal. Se mareó. Perdió parcial y fugazmente la vista y el equilibrio.
    Cuando recobró el control de sus sentidos, jaló otra vez aire y encontró felizmente a la distancia a la mujer rojinegra. Sonrió y pareció rescatar la tranquilidad pues sus ojos distinguían que la veía ya no como imagen sino realmente en el amplio espacio de la tienda. Sin moverse, observó cómo la mujer pagó en la caja y recibió un paquete. Ella también le miró y le guiñó un ojo para después retirarse y salir del establecimiento. Todavía con la anterior sensación de buscar la imagen desde diferentes ángulos, movió la cabeza pero se percató de que ya no tenía al espejo de frente y que esto no era necesario. Aunque inquieto por perder al objeto de su deseo, no se angustió al pensar que lo único que ahora tenía que hacer era caminar o correr libremente e ir tras ellas hasta donde pudiera abrazarla.
    Al dar el paso chocó con una barrera invisible. Volvió el estremecimiento y los ojos abiertos a su máximo. Intentó por su flanco derecho y sintió lo mismo. Igual ocurrió hacia los restantes dos lados. Con la cara totalmente descompuesta trató de huir, pero únicamente pudo palpar con las palmas de sus manos las cuatro barreras que le aprisionaban.

D.R. © Teófilo Huerta, 1997



D.R. © Plaza y Valdés, 2011

Publicado originalmente en la revista Macrópolis


Mención Honorífica
Certamen El Cuento Triste
Reforma/Alfaguara
1997



Integrante del libro impreso La segunda muerte y otros cuentos



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