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Tocó
el balón con cariño, pero a la vez con rigor, para evitar su desobediencia:
bien educado le sabía responder. Así, logró dar el pase preciso a la entrada de
su compañero que hizo lo mismo para centrar a media altura justo a la llegada
del tercero que conectó un remate al ángulo de la portería, donde se anidó el
esférico.
Una y otra vez, en la tierra o en el lodo,
en algún maltratado césped, pero más en el mismo cemento, se batió con enjundia
en pos de dominar la pelota, de conducirla, pasearla y golpearla con furia al
momento de dejarla libre, siempre en busca de la meta contraria. No obstante,
también fue golpeado por muchas pelotas, como producto del cañonazo contrario.
Y así, entre tareas y recreos, en días de
descanso o en ratos libres o robados a las responsabilidades, se confabuló con
otros púberes para jugar hasta la saciedad y quedar algunas veces altamente
gratificado por un resultado positivo o malhumorado por la derrota pero ansioso
de encontrar la revancha.
Los años le brindaron alegrías, tantas como
las que su cuerpo pudo aguantar más allá de los cincuenta. No obstante, a la
par de su emoción que incluso proyectó al apoyar al equipo elegido en los
estadios o por el aparato televisor, siempre conservó una especial amargura: no
haber sido futbolista profesional.
Sin cegarse tampoco, mantuvo siempre la
mesura y continuó identificándose con los futbolistas famosos y se deleitó con
jugadas, repeticiones, crónicas, eliminatorias y todo lo que oliera y supiera a
ese deporte, no sólo físico sino existencial, como si cada balón encerrara
secretos, anhelos y sorpresas.
Al llegar al mundo su vástago varón, se
soñó jugando futbol con él y sin obsesión, pero sí con ilusión, lo pensó quizá
como esa revancha tan anhelada. Sin presiones, alentó con denuedo en su hijo la
misma pasión. Poco a poco lo llevó del asombro a la curiosidad y luego al
interés y de ahí al gusto hasta lograr materialmente la adicción.
Fue así como el muchacho se alimentó de
futbol y creció con él. Sin descuidar sus estudios, el chamaco pronto se enroló
en un equipo que terminó por formarlo en el mágico deporte.
La chiquillada que comenzó a rodear al
prospecto de futbolista profesional lo bautizó como Pópolo, apodo que
posteriormente lo identificó a plenitud con sus seguidores.
Pópolo continuó exitosamente con sus
estudios de biólogo marino y los combinó diestramente con sus prácticas
futbolísticas. Orgullo de sus padres, despuntó como delantero a nivel club y de
selección. Sus goles eran festejados con intensidad y júbilo.
El
hombre ya viejo tuvo la satisfacción de sentirse prolongado en su hijo, de
sentirse correr sobre el acolchonado césped que él siempre soñó desde el
pavimento; de pelear y buscar afanosamente el balón como si fuera un miembro
suyo; de burlar al enemigo en un acto prodigioso de audacia y pericia y de
rematar contundente contra las redes para levantar al unísono el alarido de la
multitud.
Su gusto fue mayúsculo cuando, convocado a
formar el equipo que representaría a su país en la Copa del Mundo, su hijo
cruzó el mar con la mente puesta en las porterías rivales. El padre, acompañado
de su esposa e hija, no pudo dejar de asistir a los partidos donde debía dejar
el alma por apoyar a su selección y a su hijo.
La fiesta deportiva no le pudo deparar más
felicidad al hombre futbolero. Por primera vez en la historia, su país
transformado en camisetas y calzoncillos,
llegaba a una final y su hijo con el relumbrante número 9 había
contribuido a semejante hazaña, que no estaba completa porque el “ya merito”
amenazaba con sólo acariciar las mieles del triunfo.
El encuentro final había llegado. El
estadio estaba repleto y entre extranjeros y partidarios rivales, un grupo de
seguidores de la causa patria alentaba a los suyos, entre ellos, el hombre
sesentón, con los ojos puestos en la cancha.
El juego fue disputado palmo a palmo y el
padre recordó las batallas épicas de su nación y sintió cómo le hervía la sangre. Sin goles en
la pizarra, avanzó la parte complementaria y en ella se dibujó la histórica
jugada. Desde la banda derecha un compatriota burló al enemigo, avanzó seguro y
con toque suave y preciso sirvió el balón hasta el área grande a la que como un
ave enjundiosa, llegó preciso Pópolo para golpear con la cabeza el esférico
ordenándole anidarse en el ángulo de la portería adonde la mano izquierda del
guardameta sólo lo saludó.
El alarido fue general, pero en la tribuna
el padre, que no parpadeó durante la jugada, se alzó con un gesto descompuesto
por la pasión y el éxtasis total. Su corazón retumbó aceleradamente dentro de
su cabeza y el gol iluminó su mente.
El hijo fue copado por los compañeros, pero
en cuanto pudo se acercó a las gradas para dedicarle el gol a su viejo.
Distinguió un movimiento confuso en el palco y sólo alcanzó a pedir a su banca
le informaran de alguna anormalidad. La hermana se encargó de comunicar que
nada grave pasaba: quería que su hermano culminara el encuentro a pesar de que
el cuerpo inerte de su padre ya era objeto de diligencias médicas.
El silbatazo final llegó. El 1–0 fue
suficiente para adjudicarse el campeonato. En la ceremonia, Pópolo tomó la copa
con delicadeza y amor, la besó sublime y la alzó hacia el cielo, porque sentía,
sabía, que su padre estaba ya en un palco mucho más alto.
D. R. © Teófilo Huerta, 2006
Integrante del libro impreso La segunda muerte y otros cuentos
Cuento participante en el Concurso Futbol y Literatura del Instituto Goethe (2006)
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