21 junio, 2006

El gol de la revancha


Imagen: Banquilleros.com

Tocó el balón con cariño, pero a la vez con rigor, para evitar su desobediencia: bien educado le sabía responder. Así, logró dar el pase preciso a la entrada de su compañero que hizo lo mismo para centrar a media altura justo a la llegada del tercero que conectó un remate al ángulo de la portería, donde se anidó el esférico.
   Una y otra vez, en la tierra o en el lodo, en algún maltratado césped, pero más en el mismo cemento, se batió con enjundia en pos de dominar la pelota, de conducirla, pasearla y golpearla con furia al momento de dejarla libre, siempre en busca de la meta contraria. No obstante, también fue golpeado por muchas pelotas, como producto del cañonazo contrario.
    Y así, entre tareas y recreos, en días de descanso o en ratos libres o robados a las responsabilidades, se confabuló con otros púberes para jugar hasta la saciedad y quedar algunas veces altamente gratificado por un resultado positivo o malhumorado por la derrota pero ansioso de encontrar la revancha.
    Los años le brindaron alegrías, tantas como las que su cuerpo pudo aguantar más allá de los cincuenta. No obstante, a la par de su emoción que incluso proyectó al apoyar al equipo elegido en los estadios o por el aparato televisor, siempre conservó una especial amargura: no haber sido futbolista profesional.
    Sin cegarse tampoco, mantuvo siempre la mesura y continuó identificándose con los futbolistas famosos y se deleitó con jugadas, repeticiones, crónicas, eliminatorias y todo lo que oliera y supiera a ese deporte, no sólo físico sino existencial, como si cada balón encerrara secretos, anhelos y sorpresas.
    Al llegar al mundo su vástago varón, se soñó jugando futbol con él y sin obsesión, pero sí con ilusión, lo pensó quizá como esa revancha tan anhelada. Sin presiones, alentó con denuedo en su hijo la misma pasión. Poco a poco lo llevó del asombro a la curiosidad y luego al interés y de ahí al gusto hasta lograr materialmente la adicción.
    Fue así como el muchacho se alimentó de futbol y creció con él. Sin descuidar sus estudios, el chamaco pronto se enroló en un equipo que terminó por formarlo en el mágico deporte.
    La chiquillada que comenzó a rodear al prospecto de futbolista profesional lo bautizó como Pópolo, apodo que posteriormente lo identificó a plenitud con sus seguidores.
    Pópolo continuó exitosamente con sus estudios de biólogo marino y los combinó diestramente con sus prácticas futbolísticas. Orgullo de sus padres, despuntó como delantero a nivel club y de selección. Sus goles eran festejados con intensidad y júbilo.
    El hombre ya viejo tuvo la satisfacción de sentirse prolongado en su hijo, de sentirse correr sobre el acolchonado césped que él siempre soñó desde el pavimento; de pelear y buscar afanosamente el balón como si fuera un miembro suyo; de burlar al enemigo en un acto prodigioso de audacia y pericia y de rematar contundente contra las redes para levantar al unísono el alarido de la multitud.
    Su gusto fue mayúsculo cuando, convocado a formar el equipo que representaría a su país en la Copa del Mundo, su hijo cruzó el mar con la mente puesta en las porterías rivales. El padre, acompañado de su esposa e hija, no pudo dejar de asistir a los partidos donde debía dejar el alma por apoyar a su selección y a su hijo.
    La fiesta deportiva no le pudo deparar más felicidad al hombre futbolero. Por primera vez en la historia, su país transformado en camisetas y calzoncillos,  llegaba a una final y su hijo con el relumbrante número 9 había contribuido a semejante hazaña, que no estaba completa porque el “ya merito” amenazaba con sólo acariciar las mieles del triunfo.
    El encuentro final había llegado. El estadio estaba repleto y entre extranjeros y partidarios rivales, un grupo de seguidores de la causa patria alentaba a los suyos, entre ellos, el hombre sesentón, con los ojos puestos en la cancha.
    El juego fue disputado palmo a palmo y el padre recordó las batallas épicas de su nación y sintió cómo le hervía la sangre. Sin goles en la pizarra, avanzó la parte complementaria y en ella se dibujó la histórica jugada. Desde la banda derecha un compatriota burló al enemigo, avanzó seguro y con toque suave y preciso sirvió el balón hasta el área grande a la que como un ave enjundiosa, llegó preciso Pópolo para golpear con la cabeza el esférico ordenándole anidarse en el ángulo de la portería adonde la mano izquierda del guardameta sólo lo saludó.
    El alarido fue general, pero en la tribuna el padre, que no parpadeó durante la jugada, se alzó con un gesto descompuesto por la pasión y el éxtasis total. Su corazón retumbó aceleradamente dentro de su cabeza y el gol iluminó su mente.
    El hijo fue copado por los compañeros, pero en cuanto pudo se acercó a las gradas para dedicarle el gol a su viejo. Distinguió un movimiento confuso en el palco y sólo alcanzó a pedir a su banca le informaran de alguna anormalidad. La hermana se encargó de comunicar que nada grave pasaba: quería que su hermano culminara el encuentro a pesar de que el cuerpo inerte de su padre ya era objeto de diligencias médicas.

    El silbatazo final llegó. El 1–0 fue suficiente para adjudicarse el campeonato. En la ceremonia, Pópolo tomó la copa con delicadeza y amor, la besó sublime y la alzó hacia el cielo, porque sentía, sabía, que su padre estaba ya en un palco mucho más alto.

D. R. © Teófilo Huerta, 2006

Integrante del libro impreso La segunda muerte y otros cuentos

D. R. © Plaza y Valdés, 2011

Cuento participante en el Concurso Futbol y  Literatura del Instituto Goethe (2006)




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