Alusivo
a un individuo de triste apellido
El
plagiario actúa a escondidas
pero siempre deja un rastro...
Félix Rovirosa a Julio
Valdivieso
en El
testigo,
Juan Villoro
El
pretencioso editor con aires de suficiencia, barba blanca, ojos pequeños tras
sus lentes y cabello cano recogido en una cola de caballo, estaba acompañado de
algunas personalidades en la mesa del presídium.
Además de los vasos de agua, el editor no
pudo renunciar a la compañía de su taza de café negro y de su cigarrillo.
Tras de las palabras de aliento a las
nuevas promesas de la literatura, se procedió a la entrega de los
reconocimientos. Tocó su turno a Paulina Aristizaga, se acercó a la mesa y, a
la par de recibir su diploma con una mano, con la otra quiso saludar al señor
editor, pero en un instante dubitativo una de sus manos chocó con la taza de
café y este se derramó sobre varios de los diplomas que intentó rescatar el
editor, a quien no le quedó más remedio que sacudir y tratar de secar con
alguna servilleta, no obstante, el daño estaba hecho. Aunque terminarían por
ser repuestos, mientras tanto los demás recibirían papeles mojados y manchados.
Al término de la ceremonia, el editor no
acababa de asimilar el coraje por la testarudez y torpeza de la joven promesa
de la literatura quién, pese al incidente, tiempo después contactó con la
editorial y dejó a la consideración una obra completa; con toda la maña del
mundo, la editorial no acusó de recibido.
Quién sabe si también por venganza por
aquella mancha de café o más por su enfermizo hábito, el editor vio con buenos –¿o
habría que precisar con maliciosos?– ojos la novela de la joven, pero para ser
publicada bajo la firma de una afamada escritora.
Así sucedió e ignorados los reclamos de
Paulina, la obra de Josefina Salgado fue un éxito. A partir de entonces,
Paulina tuvo puntual seguimiento del proceder del editor; si no pudo en un
principio acumular más pruebas, pues otras víctimas como ella habían sucumbido
a la sustracción de sus obras originales, aunque terminando por transar y
venderlas.
No obstante, su olfato le llevó a
descubrir que, en artículos publicados por el editor en un diario de circulación
nacional había claras huellas de textos apropiados sin permiso y sin comillas.
Cuando reunió las pruebas suficientes, preparó una contundente presentación.
Ocurrió que un día el salón de un fastuoso
hotel se vistió de manteles largos para celebrar el reconocimiento a la labor
por décadas del editor. Fue un desayuno de gala en que los meseros llevaron
hasta los asientos frutas, huevos en distintas combinaciones, jugos y abundante
café.
Inmediatamente después de las palabras de
bienvenida del maestro de ceremonias, se invitó a la concurrencia a ver una
proyección alusiva al festejado. En lugar de correr el video correspondiente,
comenzó a desplegarse una tabla comparativa, de un lado párrafos publicados por
el editor escritos en su columna periodística y, del otro, los mismos textos
provenientes de fuentes no citadas por el primero, pero ahora develadas; a la inicial
lámina siguió una segunda y una tercera, ya para entonces de manera escurridiza
los miembros del presídium comenzaron a retirarse, al igual que del salón los
comensales.
El editor enrojecido y ofuscado se había
quedado solo en la mesa de honor y perturbado huyó del lugar antes que la
prensa lo cuestionara.
Paulina había logrado convencer al operador
del equipo informático de la sustitución del material. Ya en el salón
prácticamente vacío, ella se acercó hasta el estrado y descubrió abandonado el
diploma impreso en elegante papel que estaba destinado al editor. Con toda la
frialdad del mundo aprovechó la taza de café más próxima y volteó su contenido
para que así el fino papel quedara tan manchado como su oportunista
destinatario.
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