06 julio, 2019

Sin comillas



Alusivo a un individuo de triste apellido

El plagiario actúa a escondidas
 pero siempre deja un rastro...
Félix Rovirosa a Julio Valdivieso
 en El testigo,
 Juan Villoro

El pretencioso editor con aires de suficiencia, barba blanca, ojos pequeños tras sus lentes y cabello cano recogido en una cola de caballo, estaba acompañado de algunas personalidades en la mesa del presídium.
    Además de los vasos de agua, el editor no pudo renunciar a la compañía de su taza de café negro y de su cigarrillo.
    Tras de las palabras de aliento a las nuevas promesas de la literatura, se procedió a la entrega de los reconocimientos. Tocó su turno a Paulina Aristizaga, se acercó a la mesa y, a la par de recibir su diploma con una mano, con la otra quiso saludar al señor editor, pero en un instante dubitativo una de sus manos chocó con la taza de café y este se derramó sobre varios de los diplomas que intentó rescatar el editor, a quien no le quedó más remedio que sacudir y tratar de secar con alguna servilleta, no obstante, el daño estaba hecho. Aunque terminarían por ser repuestos, mientras tanto los demás recibirían papeles mojados y manchados.
    Al término de la ceremonia, el editor no acababa de asimilar el coraje por la testarudez y torpeza de la joven promesa de la literatura quién, pese al incidente, tiempo después contactó con la editorial y dejó a la consideración una obra completa; con toda la maña del mundo, la editorial no acusó de recibido.
    Quién sabe si también por venganza por aquella mancha de café o más por su enfermizo hábito, el editor vio con buenos –¿o habría que precisar con maliciosos?– ojos la novela de la joven, pero para ser publicada bajo la firma de una afamada escritora.
    Así sucedió e ignorados los reclamos de Paulina, la obra de Josefina Salgado fue un éxito. A partir de entonces, Paulina tuvo puntual seguimiento del proceder del editor; si no pudo en un principio acumular más pruebas, pues otras víctimas como ella habían sucumbido a la sustracción de sus obras originales, aunque terminando por transar y venderlas.
     No obstante, su olfato le llevó a descubrir que, en artículos publicados por el editor en un diario de circulación nacional había claras huellas de textos apropiados sin permiso y sin comillas. Cuando reunió las pruebas suficientes, preparó una contundente presentación.
    Ocurrió que un día el salón de un fastuoso hotel se vistió de manteles largos para celebrar el reconocimiento a la labor por décadas del editor. Fue un desayuno de gala en que los meseros llevaron hasta los asientos frutas, huevos en distintas combinaciones, jugos y abundante café.
     Inmediatamente después de las palabras de bienvenida del maestro de ceremonias, se invitó a la concurrencia a ver una proyección alusiva al festejado. En lugar de correr el video correspondiente, comenzó a desplegarse una tabla comparativa, de un lado párrafos publicados por el editor escritos en su columna periodística y, del otro, los mismos textos provenientes de fuentes no citadas por el primero, pero ahora develadas; a la inicial lámina siguió una segunda y una tercera, ya para entonces de manera escurridiza los miembros del presídium comenzaron a retirarse, al igual que del salón los comensales.
    El editor enrojecido y ofuscado se había quedado solo en la mesa de honor y perturbado huyó del lugar antes que la prensa lo cuestionara.
    Paulina había logrado convencer al operador del equipo informático de la sustitución del material. Ya en el salón prácticamente vacío, ella se acercó hasta el estrado y descubrió abandonado el diploma impreso en elegante papel que estaba destinado al editor. Con toda la frialdad del mundo aprovechó la taza de café más próxima y volteó su contenido para que así el fino papel quedara tan manchado como su oportunista destinatario.




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