19 julio, 2019

Cenizas en la Luna

Foto AFP

La nave Armstrong 1 descendió suavemente y posó sus patas sobre suelo lunar.
Apagado su motor, tras unos minutos, se abrió la puerta de escotilla y apareció el capitán Louis Friedman quien bajó la escalerilla; después el teniente Smith realizó la misma operación. Ya en la superficie lunar esperaron a que de la puerta inferior de la nave descendiera un elevador con una base de hierro y sobre ella la urna que contenía las cenizas del insigne Neil Armstrong, el primer hombre que pisó la Luna en 1969 con la misión del Apolo 11.
    Años atrás se habían celebrado las respectivas y emotivas honras fúnebres en Cincinnati, Ohio, encabezadas por su viuda Carol quien encantada aceptó desde entonces la iniciativa del presidente norteamericano para que las cenizas de su marido reposaran en la Luna en cuanto se reiniciara el respectivo programa espacial.
    Dos tripulantes más bajaron de la nave. Los cuatro astronautas se colocaron en cada ángulo y supervisaron la colocación de la urna acompañada por una miniatura de la bandera norteamericana y otra de la de las Naciones Unidas. Después, por unos minutos, hicieron una guardia de honor y un saludo militar sobre sus cascos.
    Acto seguido un astronauta tomó una muestra de polvo lunar y lo mezcló con el contenido en la urna. La base de hierro contenía la inscripción con el nombre del astronauta, su período de vida (1930-2012) y las palabras que inmortalizaron al astronauta: “Este es un pequeño paso para un hombre, pero un gran paso para la humanidad” además de otras nuevas: “Polvo terrestre eres y en polvo lunar te convertirás”.
    Al mismo tiempo los operadores del Centro Espacial de la Agencia Espacial estadounidense (NASA) que seguían los pormenores del suceso en una gran pantalla, de pie se llevaron sus manos al pecho en señal de respeto.
    Como antaño, la transmisión de los funerales de Armstrong en la Luna fue vista por millones de televidentes e internautas en el mundo.




06 julio, 2019

Sin comillas



Alusivo a un individuo de triste apellido

El plagiario actúa a escondidas
 pero siempre deja un rastro...
Félix Rovirosa a Julio Valdivieso
 en El testigo,
 Juan Villoro

El pretencioso editor con aires de suficiencia, barba blanca, ojos pequeños tras sus lentes y cabello cano recogido en una cola de caballo, estaba acompañado de algunas personalidades en la mesa del presídium.
    Además de los vasos de agua, el editor no pudo renunciar a la compañía de su taza de café negro y de su cigarrillo.
    Tras de las palabras de aliento a las nuevas promesas de la literatura, se procedió a la entrega de los reconocimientos. Tocó su turno a Paulina Aristizaga, se acercó a la mesa y, a la par de recibir su diploma con una mano, con la otra quiso saludar al señor editor, pero en un instante dubitativo una de sus manos chocó con la taza de café y este se derramó sobre varios de los diplomas que intentó rescatar el editor, a quien no le quedó más remedio que sacudir y tratar de secar con alguna servilleta, no obstante, el daño estaba hecho. Aunque terminarían por ser repuestos, mientras tanto los demás recibirían papeles mojados y manchados.
    Al término de la ceremonia, el editor no acababa de asimilar el coraje por la testarudez y torpeza de la joven promesa de la literatura quién, pese al incidente, tiempo después contactó con la editorial y dejó a la consideración una obra completa; con toda la maña del mundo, la editorial no acusó de recibido.
    Quién sabe si también por venganza por aquella mancha de café o más por su enfermizo hábito, el editor vio con buenos –¿o habría que precisar con maliciosos?– ojos la novela de la joven, pero para ser publicada bajo la firma de una afamada escritora.
    Así sucedió e ignorados los reclamos de Paulina, la obra de Josefina Salgado fue un éxito. A partir de entonces, Paulina tuvo puntual seguimiento del proceder del editor; si no pudo en un principio acumular más pruebas, pues otras víctimas como ella habían sucumbido a la sustracción de sus obras originales, aunque terminando por transar y venderlas.
     No obstante, su olfato le llevó a descubrir que, en artículos publicados por el editor en un diario de circulación nacional había claras huellas de textos apropiados sin permiso y sin comillas. Cuando reunió las pruebas suficientes, preparó una contundente presentación.
    Ocurrió que un día el salón de un fastuoso hotel se vistió de manteles largos para celebrar el reconocimiento a la labor por décadas del editor. Fue un desayuno de gala en que los meseros llevaron hasta los asientos frutas, huevos en distintas combinaciones, jugos y abundante café.
     Inmediatamente después de las palabras de bienvenida del maestro de ceremonias, se invitó a la concurrencia a ver una proyección alusiva al festejado. En lugar de correr el video correspondiente, comenzó a desplegarse una tabla comparativa, de un lado párrafos publicados por el editor escritos en su columna periodística y, del otro, los mismos textos provenientes de fuentes no citadas por el primero, pero ahora develadas; a la inicial lámina siguió una segunda y una tercera, ya para entonces de manera escurridiza los miembros del presídium comenzaron a retirarse, al igual que del salón los comensales.
    El editor enrojecido y ofuscado se había quedado solo en la mesa de honor y perturbado huyó del lugar antes que la prensa lo cuestionara.
    Paulina había logrado convencer al operador del equipo informático de la sustitución del material. Ya en el salón prácticamente vacío, ella se acercó hasta el estrado y descubrió abandonado el diploma impreso en elegante papel que estaba destinado al editor. Con toda la frialdad del mundo aprovechó la taza de café más próxima y volteó su contenido para que así el fino papel quedara tan manchado como su oportunista destinatario.




05 febrero, 2019

Identidad a buen resguardo


In memoriam a Rodolfo, mi primo.

Foto: IMER
I

Era ya una leyenda en vida. Mantenía en su casa un estudio con sus máscaras, trofeos y fotografías. Estaba en la plenitud de su carrera y así quería retirarse.
    Pero su despedida debía estar acompañada por la develación de su identidad. Nunca había perdido la máscara en el ring, pero era tiempo de mostrar su rostro a sus fieles seguidores y al mundo entero.
    De cualquier manera, Haz Luminoso quería retirarse invicto y para “perder” su máscara no lo haría ante un acérrimo rival, sino en una función de exhibición ante un luchador aficionado.
    En conferencia de prensa anunció su retiro e intenciones, lanzó allí una convocatoria y se encargó él mismo de la meticulosa selección. Cientos de candidatos hicieron fila durante días a las puertas del gimnasio habitual. Haz Luminoso dedicó horas y horas durante una semana en recibir y conocer las portencialidades de los candidatos a luchar contra él. No satisfecho, amplió la fecha límite hasta que alguien le llenara el ojo. Tenía que ser alguien atlético, con habilidades, pero también buscaba que fuera una persona de un núcleo de escasa población, no muy sociable, casi ermitaño. La búsqueda era quirúrgica.
    Sucedió por fin un día. Le comunicó directamente al elegido y le pidió no revelar a nadie que era el ganador.
    Durante meses Haz Luminoso entrenó a su discípulo en un gimnasio perdido en una zona campestre, lo puso en forma y le capacitó en llaves y secretos de la lucha libre. Nada se filtró de esas sesiones. Ningún periodista tuvo el olfato para seguir la pista.
    La función de despedida se publicitó con bombos y platillos, las entradas al evento se agotaron el mismo día en que se pusieron a la venta, se negoció la transmisión en vivo y todo quedó listo.
    Llegó el día elegido y millones de espectadores eran testigos del relevante acontecimiento. Fidelidad y morbo se confundían y fusionaban. El ambiente era de euforia y expectación, a pesar de que la función sería solamente de exhibición, sin ser realmente un combate tal como lo había autorizado la Comisión de Lucha Libre para proteger la integridad del hombre amateur.
    Se apagaron las luces de la arena y al centro impactante se iluminó exclusivamente el ring; la luz también se hizo en el pasillo por el que elegantemente vestido de traje caminó Haz Luminoso flanqueado por bellas mujeres con carteles publicitarios. Una comitiva de funcionarios se sumó al séquito y todos subieron al encordado. Jovial, entero y ágil, el enmascarado saludó a los cuatro puntos cardinales. La ovación se magnificaba en la arena, el espectáculo era imponente, sobre todo a los ojos de los niños y de los verdaderos apasionados.
    El homenaje estaba en marcha. Breves palabras de un par de funcionarios que hicieron entrega de una placa dorada al Haz Luminoso que tomó la palabra entre el griterío enloquecido de la audiencia. Agradeció el gesto, le ayudaron con la placa y se dirigió nuevamente a los vestuarios.
    Murmullo de la gente y voceadores de cervezas y golosinas inundaron el ambiente. Después vino el anuncio oficial.

-       Señores y señoras: en su despedida histórica con nosotros: Haaaaaaaaaz Luminooooooosoooo.
Gritos desaforados, aplausos a rabiar. Estruendo.
Por el pasillo ahora con su lujosa y larga capa dorada, mallones blancos y el pecho desnudo apareció con las manos levantadas el enmascarado, trepó al ring e hizo movimientos de calentamiento.

-       En esta ocasión, el privilegiado contrincante: Retadoooooor Anónimooooo.

  En un tono menor, aplausos, gritos, chiflidos y luego… un murmullo apacible producto del impacto que la figura retadora causó en el público. A distancia, telespectadores e internautas también se impresionaron por el porte del hasta entonces desconocido retador de quien se ignoraba su nombre real y procedencia.
   Retador Anónimo, con su rostro descubierto, no saludo, no corrió, caminó con garbo y subió en cámara lenta al ring; su calentamiento fue también parsimonioso, artístico, más para un acto dancístico que de lucha. Su semblante apacible emulaba a un héroe griego; labios gruesos, nariz recta, ojos grandes, negros, brillantes, rasgados y engalanados por unas enormes pestañas naturales.
    Cada uno de los “contrincantes” fue a su respectiva esquina. Pasearon y luego se retiraron las modelos publicitarias. Al centro el réferi de mediana estatura con su blusa a rayas llamó a los luchadores al centro, éstos accedieron y se saludaron. Hasta ese momento volvió el griterío.
    Los luchadores se pusieron frente a frente y el Haz Luminoso procedió a tomar un brazo de Retador Anónimo para emular sobriamente una llave, después cruzó levemente el brazo de su adversario por la espalda sin llegar realmente a culminar la nueva llave. Desde un inicio se delimitó la autoridad a la nueva enseñanza pedagógica de los movimientos. Aunque el público estaba informado que así sería, contagiado del ambiente y la expectativa, comenzó a reclamar acción, querían lucha en serio, no deseaban conformarse.
    Los contrincantes intensificaron un poco el contacto, pero sin llegar a un combate real. Se aventaron un poco, hicieron fuercitas, pero nada a fondo. La gente seguía reclamando.

-       ¡Ya dense en la madre, hombre!
-       ¡Parecen niñas!
-       ¡Rómpele el hocico Haz!
-       A ver Retador, demuestra de qué estás hecho, ¡no le saques!
-       Sí, sí, te pasas, pelea como hombre.

    En eso Haz Luminoso se prendió y sorpresivamente atacó a Retador, le quiso doblar un brazo, pero éste opuso una fiera resistencia. Ello aplacó y entusiasmó a la gente, aunque incomodó a las autoridades que supervisaban que aquello no fuera una lucha. El réferi no sabía qué hacer, todo estaba dentro de los límites de la lucha y él se sentía ajeno a el prurito de las autoridades.
    Retador se envalentonó. Fue al encordado, se trepó y saltó prodigiosamente, Haz Luminoso apenas evitó ser derribado. La gente aplaudía, el réferi seguía nervioso, los funcionarios de la Comisión querían interrumpir la lucha, pero los managers se aliaron para impedirlo.
    Haz Luminoso buscó afanosamente y sin técnica tirar a su rival, Retador, más gallardo simplemente lo esquivó. Haz pareció entrar en razón y recordar que él mismo había preparado a Retador y debía limitarse a mostrar movimientos, lo que retomó.

-       Vamos Haz -gritó alguien- retador no es ninguna perita en dulce, te da clases.
-       ¡Ya vámonos entonces!

En eso entró la voz del locutor:

-       Gentil público, Haz Luminoso se despide para siempre de la lucha.

    La gente calló, retomó la fidelidad por su ídolo y aplaudió.
    Los dos luchadores se fundieron en un abrazo.
    Retador levantó el brazo de Haz y la arena vibró. Ahora sí, el novato se            despidió, bajó del ring y salió corriendo sin que el reflector le acompañara.
    Unas notas musicales acrecentaron la tensión en la arena y la gente comenzó a corear:

-       Haz, Haz, Haz, haz, Haz.

    Haz Luminoso en el centro del cuadrilátero, dirigió sus manos a la máscara, lentamente bajó el cierre, agacho la cabeza, se retiró enérgicamente la brillante máscara, levantó el rostro y dijo adiós con ambas manos; las cámaras enfocaron el rostro y los fotógrafos dispararon sus obturadores y flashes; la transmisión a distancia dio una mejor imagen del rostro descubierto de Haz Luminoso que la que se pudieron llevar los asistentes que intentaban ver lo mejor posible desde sus lugares y también tomaban imágenes con sus celulares. Era un rostro moreno, labios gruesos, ojos grandes y tristes. Haz no sonreía, permanecía serio y como lejano al acontecimiento, casi incómodo.
    No hubo ya ninguna declaración, ni acceso a los medios en ambos vestuarios a pesar de que los reporteros se agolparon frente a sus puertas. Haz Luminoso clausuraba así toda una época.

II

    En los subsecuentes días, periódicos y revistas reprodujeron fotografías del evento y particularmente de los rostros de los luchadores.
    Tras la gran expectativa vino el contradictorio desencanto de la gente al conocer la identidad de su ídolo y la mayoría prefería recordarlo con su característica máscara.
    Lo más misterioso de todo fue que tampoco se supo nada más de Retador Anónimo, cuyo rostro tras de la máscara provocaba en lectores y audiencias, ese sí, un imán especial, les cautivaba de manera singular a pesar de su efímera presencia.
   
III

    Javier Ramírez González, Haz Luminoso, cuidó muy bien su última aparición y, como nunca, representó un verdadero acto teatral en su despedida.
    Realmente él siempre mantuvo su rostro descubierto, sus ojos grandes y expresivos, rodeados de tupidas pestañas, su figura gallarda y desenvuelta. Luchó así ante sus seguidores que le aclamaron y sencillamente luchó contra el pasado que abandonaba, contra su propia máscara que le había dado tantos triunfos y alegrías y que en esa ocasión prestó a Margarito Zepeda, originario de Silao, Guanajuato, seleccionado y entrenado por él.
    Algunos periodistas y personas desconfiadas dudaron en pleno espectáculo y pusieron en entredicho la presencia del verdadero Haz Luminoso, pero, como siempre, con el tiempo los escépticos fueron ignorados.
Margarito retornó a su apartada comunidad para continuar sus tareas en un aserradero privado y nadie, en su entorno sospechó absolutamente nada. Conservó, eso sí, la máscara que portó de Haz debidamente autografiada por el ídolo.
    Javier por supuesto se escondió por un largo tiempo y lo arroparon familiares, conocidos y vecinos, quienes se solidarizaron con la original transmutación.

    
D.R. © Teófilo Huerta, 2017

Fragmento del cuento publicado dentro del libro De cuentos fatalidades y sueños, Plaza y Valdés, México, 2017. (De venta en Tiendas del Hijo del Santo).

08 octubre, 2018

Miss Confusión


   Dos novedades atraían la atención de la gente y muy particularmente de los voceros de la información quienes sin desatender a las demás concursantes centraban sus miradas en ellas. Una era la sonadísima aceptación por parte del Comité Organizador de una concursante transgénero; otra la sorpresiva decisión de El Vaticano por enviar una representante.

    Las opiniones eran muy divididas en ambas circunstancias. Sobre la transgénero había la recalcitrante opinión de unos acerca del absurdo que atentaba contra la natural femineidad y que en dado caso para ello existían los concursos de belleza gay en donde mejor tenía cabida; otros celebraban la decisión por considerarla inteligente y no discriminatoria, acorde a la apertura de criterio en los nuevos tiempos.

    Sobre la participante eclesiástica, los ultraconservadores realmente se persignaban y pensaban que todo lo que ocurría no podía ser obra sino del Anticristo; otros aplaudían los vientos de cambio en la institución religiosa, y algunos más nada más reían.

    Durante los recesos de las sesiones fotográficas y de video previas a la celebración de gala, los organizadores permitían algunas ruedas de prensa o breves entrevistas en las que reiteradamente los reflectores y micrófonos eran privilegiadamente para la transgénero y la novicia.

    “¿Cuáles son sus primeras sensaciones en este certamen?”, le preguntaban a Dominé, la primer transexual que representaba a Hightlandia y ella respondía simplemente “el sueño de mi vida”. Otro reportero le increpaba “¿no cree que invade un territorio que les pertenece a las mujeres por naturaleza” y ella respondía muy segura “yo siento y pienso como mujer, ¿dónde más puedo tener cabida sino aquí?”


    Al abordar a Sor Martirio le cuestionaban su sensación en el grupo y sin titubear ella respondía “espléndidamente bien, las chicas son maravillosas”, pero insistían en saber cómo asimilaba la conducta de las demás contratado con el recato que ella debía observar y se limitaba a decir “yo no he venido a juzgar a nadie ni a ser modelo a seguir, simplemente participo como una más.”

D.R. © Teófilo Huerta, 2017

Fragmento del cuento publicado dentro del libro De cuentos fatalidades y sueños, Plaza y Valdés, México, 2017. (De venta en Tiendas del Hijo del Santo.

10 septiembre, 2014

Ondas fúnebres

A Emilio Ebergenyi
(1950-2005)

La modulada y agradable voz del locutor cautivaron a la anciana que por ello no renunciaba a dejar prendido su aparato radiofónico durante toda la noche.
    El locutor cubría con entusiasmo el turno de las diez de la noche a las cuatro de la madrugada y la anciana lo escuchaba hasta las dos cuando generalmente conciliaba el sueño.
    El locutor tenía un estilo ameno para opinar sobre cualquier tema e intercalaba su discurso con las románticas piezas instrumentales. Lo mismo leía un poema o hacía una reflexión filosófica que comentaba lo pasajero de la vida cotidiana.
    La anciana estaba encantada y diestra con las herramientas cibernéticas comunicaba con frecuencia sus opiniones al locutor. La línea telefónica también se abría regularmente al público, sin embargo cuando ella marcaba siempre sonaba ocupado y prefería concentrarse en la programación.
    Un día sin embargo, tras digitar el número, la llamada entró, una asistente le atendió para corroborar sus datos y tras unos minutos le comunicaron con la varonil voz. Emocionada pero sin perder el aplomo, saludo al joven y después le expresó su sentir:
Ay joven, de verdad es usted un encanto y siempre me hace la noche; su compañía me relaja y viera que tranquila duermo.
Muchas gracias señora, esa es nuestra misión, hacerles pasar unas horas agradables.
Pero es que su voz no es escandalosa ni chocante, se le escucha a usted muy auténtico y sabe hablar de todos los temas.
Foto: Cristina Ortega
Bueno doña Luz, nos preparamos un poquito y nuestro objetivo no es adoctrinar, moralizar ni nada por el estilo, simplemente platicar entre amigos y pasar un rato agradable.
No se imagina lo que significa para mi escucharlo, deveras cuando me muera quiero que su voz me acompañe.
Lucecita falta mucho para eso y mejor sigamos acompañándonos todas las noches.

    Y así doña Luz tuvo una velada inolvidable y las sucesivas jornadas fueron más intensas en su admiración por el locutor y su pasión por el espacio radial. No olvidó de todos modos su idea que transmitió a sus familiares:
En serio que cuando yo muera quiero que pongan junto a mi caja mi radio encendido y en mi estación favorita.
    Nadie le negó su derecho a la vieja que lo reitero cuantas veces pudo sin dejar alguno de sus nietos bromear al respecto:
Ay abue, primero se acaba tu programita que tú.
    Pero el tiempo no perdona y después de un par de años doña Luz falleció en una fría tarde de otoño. Terminó sus días mientras dormía la siesta en su mecedora.
    Tras los preparativos de ocasión, Luz fue transportada en el respectivo ataúd y carroza hasta “La Aurora”, la agencia seleccionada. Su cuerpo fue preparado y su caja colocada al centro de la capilla número cuatro.
    El mismo nieto bromista fue quien cumplió al pie de la letra el deseo de su abuela y con sentimientos conjugados de dolor, rabia y resignación sorbiendo su nariz colocó el mediano aparato receptor de radio y lo encendió a un regular volumen.
    Familiares y amigos consternados y fascinados con el acto, en lugar de rezos atendieron la audición. Una pieza de jazz llenó la atmósfera de serenidad. La música parecía no terminar hasta que vino el breve silencio de rigor previo a la locución. Con un halo místico todos quedaron expectantes deseosos de escuchar al carismático comunicador y hasta quisieron depositar su fe, como si su mágica voz pudiera devolverle la vida a la anciana.
    Sorpresivamente una locutora dio las buenas noches y sacó a todos de su sosiego; extrañados pensaron que la sintonía estaba errada, pero la mujer pronto los sacó de dudas:
Queridos radioescuchas: con profundo pesar debo anunciarles que mi compañero Emigdio Escalante ya no podrá estar con nosotros…
    Un suspiro medió en su alocución:
…él ha partido hace unas horas a un ámbito mucho más tranquilo y acogedor, seguramente acompañado de notas y acordes musicales que sembró en su espíritu…Aquellos interesados en acompañarle en su despedida, desde estos momentos su cuerpo está siendo velado en la agencia funeraria “La Aurora”, en la capilla número tres…
    Las respectivas miradas de familiares y amigos de doña Luz se encontraron entre sí asombradas y después se depositaron en el féretro y particularmente en el aparato receptor de cuya bocina surgió tenuemente la voz de Emigdio en una remembranza que los colaboradores de la emisora quisieron hacer.
    Después, cuando al radio se le terminaron las pilas, esa voz también se apagó.

D.R. © Teófilo Huerta, 2012

Publicado en revista Este País, No. 108, México, septiembre de 2014. Leer en línea

17 mayo, 2014

A solas

Solamente el arribo a su vejez declarada y objetiva pudo explicar el comportamiento que el señor Wenceslao Fechado Desliz llegó a asumir. Más allá de una regresión a su infancia, una bipolaridad o una demencia senil, la cuestión se resumía en la llegada de su temida ancianidad y quizá principalmente a su soledad.
    Y sobre esa su conducta no existieron más testigos que las cosas inanimadas a  las qué él atribuyó vida; no hubo persona alguna que lo sorprendiera en sus juegos, ni siquiera vecinos que lo espiaran pues su residencia era inaccesible para ello y además el señor se prevenía de cerrar las persianas de sus habitaciones. Tampoco en una era ya tan tecnificada existía la amenaza de alguna cámara de circuito cerrado que lo vigilara. Era sólo él y su circunstancia.
    El señor Fechado Desliz había sido hijo único, enfermizo y mimado. Muy pequeño perdió a sus padres y fue criado por unos tíos que igualmente lo sobreprotegieron hasta su juventud. Su infancia cosechó muy pocas amistades y prefirió refugiarse en sus fantasías. En la adolescencia fue muy enamoradizo pero siempre en el terreno platónico.
    No obstante su ternura, lealtad y bondad, Wences albergó mucha amargura en su corazón conforme creció debido a sus frustraciones amorosas. Se recibió de economista y pronto destacó en su profesión. Pertinaz ahorrador albergó una buena fortuna que le permitió vivir holgadamente y a falta de familiares se rodeó de una buena servidumbre de la que posteriormente se deshizo.
    Soltero, sin hijos ni familiares, jubilado y con una respetable fortuna, se aisló prácticamente del mundo, a no ser por su vicio musical que lo acompañaba durante horas… excepto cuando decidía jugar con sus canicas, cochecitos y animalitos de plástico que juntó desde niño y como entonces, totalmente solo, de rodillas o tendido sobre el piso –a pesar de su ya limitada flexibilidad- daba rienda suelta a su imaginación para crear múltiples escenarios dónde interactuar.

    Verlo así –pero recordemos que nadie lo veía- podría haber conmovido a cualquier ser. Era un pobre vejete –a pesar de su riqueza- imbuido en extraños juegos, dedicado a mover sus piezas a capricho y religiosamente guardarlas en sus frascos y cajas.
    El señor Fechado Desliz se sentía muy emocionado al actuar así, pero de su conciencia tranquila pasaba a la preocupación de saberse quizá loco; aunque  tenía razón, si nadie lo descubría no podía catalogársele así. Pese a su edad, él mismo se encargaba de salir como cualquier persona e ir a la tienda de la esquina, a comprarse su pan, a sentarse por ratos en una banca del jardín. No era un ermitaño total, saludaba con cortesía y afecto a sus vecinos y se dejaba visitar ocasionalmente por el médico. Afuera era el viejito más simpático y cordial con que se pudiera cruzar cualquier mortal. Dentro de su casa a la hora de prepararse sus sencillos alimentos, asearse, vestirse y dormir, era de lo más normal… hasta que le daban ganas de jugar.
    Don Wenceslao tampoco era ningún avaro. A lo largo de su vida se distinguió por aportar significativas cantidades a asociaciones y fundaciones filantrópicas de todo género, a favor de la infancia, de los animales, de la naturaleza, y en lucha contra múltiples enfermedades. Pero jamás hizo gala de ello. Prácticamente nadie supo de esta faceta, salvo los administradores de la beneficencia.
    Conmovedor era pues ver a aquel hombre solitario embebido en su felicidad. Parecía de cuatro años y ya tenía casi noventa. Nada ni nadie podían perturbar sus alegres juegos en los que él se explayaba y parecía recobrar fortaleza y ánimos.

    El señor Fechado Desliz murió plácidamente en su mecedora durante una siesta y con una sonrisa en los labios. Nadie se percató de sus juegos. Todas sus pertenencias de acuerdo a su voluntad fueron a dar a asilos y hospicios. Aquellas canicas, cochecitos y animalitos de plástico terminaron en manos de pequeños huérfanos que felizmente los acogieron.
D.R. © Teófilo Huerta, 2013



15 julio, 2013

Lectura fatal


 
Foto: Juan Toledo
Era su día de asueto y plácidamente recorría un parque público. Cerca de una fuente eligió una banca y con sorpresa descubrió que alguien había olvidado un libro sobre la misma. Volteó hacia todos lados y se cercioró de que nadie le rodeaba y que el dueño original del ejemplar seguramente estaba lejos.
    Con desconfianza aproximó su mano y tomó el libro. Ya en su posesión vio que eran atractivos el título, el autor y la ilustración de portada. Hizo un gesto de satisfacción por el encuentro. Cuando abrió la obra se percató de un mensaje inscrito en una papeleta adherida: “Felicidades, has encontrado un libro libre destinado a tu lectura  El club de los libros abandonados te da la bienvenida, da aviso de este hallazgo en la página www…. te pedimos que cuando termines de leer este libro no te quedes con él, sino que lo dejes casualmente en un sitio público que elijas para que otra persona como tú pueda también recrearse con su lectura.”
    Encantado lo hojeó. Notó que en sus páginas el libro estaba todo polvoriento y lo atribuyó a haberse enterregado al encontrarse al aire libre. Como era su costumbre, leyó el texto de la contraportada con una breve sinopsis de la obra, el índice y la página legal con los principales datos de edición. Como si fuera un rito, dirigió  su vista alrededor para tener pleno dominio de su entorno y no ser sorprendido por ningún distractor, respiró profundamente y pausadamente volvió a abrir el libro hasta la página de inicio del texto y se concentró en su lectura.
    Poco a poco se adentró en la trama y su interés creció. Su expresión pasaba de la seriedad a la tranquilidad y como si fuera una barca se dejó llevar por la corriente.
Pasada más de una hora vio su reloj y con parsimonia dobló cuidadosamente un ángulo superior de la página en que detuvo su lectura y cerró el libro. Se levantó satisfecho y se retiró del jardín.

    Día con día regresó al parque y eligió una u otra banca para continuar su entretenida lectura. Su intención era concluirla en el sitio donde había hallado el material para abandonarlo allí mismo. Eso sí, hojear el libro se le había complicado pues sus dedos presentaban lesiones que las atribuía a picaduras de mosquitos.´
    En algunas de las oportunidades en que se adentró en el texto en aquel paraje, otros paseantes frecuentes fueron testigos de algunos cambios de conducta de aquel ávido lector. Por supuesto siempre lo vieron interesado en las páginas, pero lo curioso fueron sus cambios físicos, pues de la gallardía y tranquilidad con que se sentaba en la banca y procedía con su tarea, vieron su deterioro y ejecutar actitudes que con el tiempo se incrementaron en frecuencia y combinaciones, como la de toser, rascarse, jalar aire o sacar su pañuelo para secarse el sudor. La alegría y concentración inicial también se transformaron en angustia. Esos visores por lo general atribuyeron la transformación del lector a la propia obra que con tanto ahínco cargaba y leía.
    Después de varios días, en su banca preferida del jardín abrió el libro y su vista nublada le impidió leer por lo que lo cerró de inmediato. Cuando más necesitaba la ayuda de alguna persona, nadie lo observaba. Se levantó desconcertado y titubeante al dar los pasos. Minutos posteriores sobre la acera que lo conducía a su casa, sintió un mareo que lo puso alerta y como reflejo sujetó su libro. El mareo fue mayor y le hizo falta aire. Se llevó la mano libre al pecho a la vez que ya con angustia quiso jalar oxígeno. En un instante perdió el conocimiento, cayó estrepitosamente contra el cemento y murió, el libro naturalmente se desprendió de sus manos y fue a caer a varios metros de él,  justo en una cuneta entre la banqueta y la calle.
    Era imponente lo solitario que aparecía aquel cuerpo tendido en el suelo. El total abandono de un individuo cuyo cerebro minutos antes recreaba otro mundo y mucha compañía. Parecía que el libro había renunciado a él.
    Las primeras personas que divisaron al sujeto, nunca advirtieron la presencia del libro. El hombre fue levantado muchas horas después por una ambulancia y llevado al centro forense. El médico legista extendió el siguiente informe: “Hombre de aproximadamente 36 años de edad, peso corporal de 70 kilos y estatura de 1.75 metros. Falleció aproximadamente a las 14:35 horas. Presentó fractura en el parietal derecho causada por el desvanecimiento posterior al deceso por obstrucción respiratoria. Los análisis de sangre, así como de la piel, de la mucosa nasal y de los pulmones arrojan la presencia de esporas originadas por la bacteria Bacillus antrhracis, comúnmente identificada como ántrax …”
    En otro momento en la acera del accidente, una joven y hermosa estudiante divisó en la cuneta el libro que creyó extraviado y abandonado, se agachó para recogerlo y ya en su posesión vio que eran atractivos el título, el autor y la ilustración de portada. Hizo un gesto de satisfacción por el encuentro. Cuando abrió la obra se percató de un mensaje inscrito en una papeleta adherida: “Felicidades, has encontrado un libro…”
  
D.R. © Teófilo Huerta, 2012
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Integrante de la antología 2099-b, Ediciones Irreverentes, Madrid, 2013. ISBN: 978-84-15353-74-4
Adquirir aquí en línea.



Leer cuento en revista El Bibliotecario en línea (p.31).

02 junio, 2013

Barquitos


A Teo Jr.

“Querido hijo: llegas felizmente a nuestras vidas. Arribas a una casa, tu casa, cuyos pies los baña un bello y sereno lago donde navega una embarcación con la que tu padre y tú pasarán momentos inolvidables…”
    La carta que Ezequiel escribió a su hijo Juan no la conoció este último hasta entrados sus catorce años de edad y entonces se dibujó una sonrisa en su rostro cuando entendió que el lago al que aludía su padre no era sino un estanque, eso sí muy limpio siempre, y que la embarcación con que efectivamente se divirtieron a rabiar no era otro que un juguete de plástico que conservaba en la repisa de su cuarto.
    No sólo la edad y los nuevos intereses de Juan lo distanciaron del juego en el estanque con su padre, sino el abrupto cambio de domicilio a un departamento en el que además resintió restricciones económicas y respiró ansias, frustraciones y desesperaciones al seno familiar.
    Tras varios años difíciles, en que las riendas del hogar las llevó Amyra, Ezequiel encontró nuevas perspectivas de trabajo que le permitieron retomar poco a poco el nivel de vida al que estaba habituado e incluso a proyectar su mejora.
    Amyra y Juan sabían que en breve podrían volver a tener una casa y a realizar proyectos conjuntos, sin embargo Ezequiel se mostraba sumamente cauto y reservado, a tal grado que su esposa e hijo sospechaban que las cosas no eran tan alentadoras como lo imaginaban.
    Un domingo Ezequiel salió muy temprano del departamento sin ser advertido por sus familiares. Dejó, eso sí, un sobre en el buró de su hijo junto a su celular que fue lo primero que vio Juan al abrir los ojos. Extrañado sacó la carta dirigida a él por su padre y comenzó a leer:
    “Querido hijo: hoy como ayer, refrendo mi cariño por ti y celebro ser tu padre. Las cosas no han sido tal y como yo hubiera querido que transcurriesen, créeme que me he desvivido por darte lo mejor y nunca debes dudar del inmenso amor que te profeso. Quizá hemos llevado una lección de vida conjunta. Hoy, no sin esfuerzos, tengo posibilidades de ofrecerles a tu madre y a ti, a pesar de que ya tienes 17 años, una renovada vida. Podrán arribar a una casa, tu casa, cuya entrada adorna un bello estanque donde podrás volver a navegar tu barquito de plástico y rememorar momentos inolvidables. Yo espero les guste, la dirección es Paseo de las Flores…”
    De inmediato Juan dio un brinco de la cama, despertó a su madre y tras compartirle la noticia, se arreglaron y salieron hacia el destino señalado.
Ilustración: Lake (2011) de Viriginia Palomeque. Arte Digital.

    Juan conducía el viejo auto de su madre y ya no pudo sino recorrer el último trayecto al nuevo hogar a una muy baja velocidad, producto del embelesamiento que le causó el pintoresco paisaje. Atónitos, su madre y él bajaron del auto y caminaron hasta la escalinata de la casa para testificar que estaban prácticamente a los pies de un bello y sereno lago rodeado de árboles y donde reposaba una hermosa lancha en cuya proa estaba inscrito el nombre de Juan.


D.R. © Teófilo Huerta, 2012

Publicado en la revista Molino de Letras No. 77, mayo-junio de 2013.

Barquitos by Teófilo Huerta

13 febrero, 2013

Encantado por el museo


Galería de Dereck Vinyard
Cuando Eustaquio Sánchez pisó por primer vez el museo se quedó asombrado por el majestuoso hongo que bañaba el patio central. Acalorado coqueteó con la idea de darse una ducha y se conformó con el rocío que acarició su cuerpo.
    Cuando inició el largo recorrido por las salas se dejó acompañar por un joven guía que le mostró paso a paso las vitrinas y maquetas y le explicó con sapiencia detalles de las exposiciones.
    Eustaquio se fascinó por muchas de las piezas ornamentales, las vasijas y las máscaras; las finas piezas de ónix y las significativas estelas. También se mostró sorprendido por los restos humanos y deseó con todas sus fuerzas que nunca él se quedara en desnudos huesos, antes que ello prefería inmortalizarse como alguna de las estatuas que también apreció.
    Cuando llegaron a la gran sala mexica, prácticamente no parpadeó, gozó de las reproducciones de las pirámides y se imaginó en épocas remotas. Nada más al percibir la maqueta del gran mercado se paralizó, perdió el sentido por una segundos, se le cegó la vista y los susurros que escuchaba de los visitantes fueron sustituidos por un inmenso vocerío en náhuatl, ininteligible para él, su olfato detectó una mezcla de olores de yerbas y animales y al recobrar la visión un tanto borrosa se descubrió en paños menores y huaraches. El incipiente mareo se intensificó y cientos de personas vestidas como él le rondaban. Quiso sostenerse en el hombro de su guía, pero éste ataviado igualmente por poca ropa le regaló una última y enigmática mirada antes de desaparecer despavorido entre las mercancías.
    Eustaquio tenía conciencia del mercado que en miniatura apenas había observado e imaginó que el sueño lo había vencido tras la visita al museo. Un poco más sereno caminó no sin tropezarse con algunas jaulas de animales. A cada paso que daba los mercaderes le ofrecían objetos a la vista, pero él tan sólo movió insistente la cabeza y avanzó más en busca de una salida no sin volverse a tropezar. En eso dirigió su mirada al cielo e incrédulo percibió un enorme teléfono celular manejado por un gigante rubio. Eustaquio se paralizó y fijó su  pavorosa mirada en el gran artefacto que lo captó.
    Ya no pudo moverse, como un eco sólo alcanzó a escuchar que el gigante rubio expresó a algún acompañante:
     ¡Magnifique visage!, ¡celui semble-t-il un homme de vérité!!!

 
D.R. Teófilo Huerta, 2012

 Cuento leído por el autor en la segunda presentación del libro La segunda muerte y otros cuentos ( Plaza y Valdés, México, 2011) en el salón del Museo de Antropología e Historia, Chapultepec, ciudad de México, 28 de septiembre de 2012.